La Iglesia católica estaba preocupada con la cuestión de "la pureza de la fe"; Los frentes de guerra se le acumulaban en el siglo XIII, realizaba llamamientos contra los musulmanes con el fin de "liberar" Tierra Santa. Sostenía, también, guerras contra "otros cristianos" (en 1204 la cuarta cruzada toma Bizancio, en 1205 empieza la "cruzada" en Francia contra los Albigenses o cátaros). Aunque es cierto que, en tales empresas, existía unos claros intereses políticos y comerciales, pero no es menos cierto los "sinceros" intereses de guardar lo que se denominaba, y se sigue llamando, "pureza de fe, o de dogma". En esta época nace la inquisición.
En el fatídico año de 1223 el Papa Gregorio IX promulgó una bula que establecía la "SANTA ROMANA Y UNIVERSAL INQUISICIÓN" Cuyo fin sería el de "desarraigar la herejía donde quiera que se encontrase". (Nótese que habla de herejía, eso supone dentro del cristianismo, aunque fuera ajena a la Iglesia católica que se abrogaba el derecho de ser única representante del cristianismo. Así pues, en principio, el no cristiano debía ser convertido, pero no entraba en la categoría de hereje; dentro de hereje se entendía a los cristianos de baja moralidad, que abandonasen la fe, o que mantuviesen conceptos erróneos contrarios a lo establecido por la Iglesia, también brujería y recaída en la fe antigua, de especial importancia en musulmanes y judíos conversos). Con el decreto de Rávena de 1232, se extendería por toda Europa.
Unos años antes, en el 1215 el español Domingo de Guzmán había fundado una "orden de predicadores" cuyo objetivo principal fue predicar contra los herejes, ellos serían los elegidos para administrar la inquisición. Para tal fin organizaron un ejército de escribanos, carceleros, torturadores, guardias. Una vez que alguien era acusado de herejía podría ser sometido a interrogatorio, en el que se podría utilizar, de hecho se recomendaba, la tortura (se decía que a un inocente Dios le daría fuerzas para resistir todo tipo de dolores y atrocidades). La confesión obtenida de tal modo era definitiva, y no se consideraba la posibilidad de que la confesión fuese debida, sólo y exclusivamente, a la tortura. Si después de un interrogatorio, el que confesaba su delito de herejía declaraba que se había declarado culpable por miedo o dolor, era considerado "hereje relapso" y se le consideraba culpable de modo concluyente e irreparable, su futuro más probable era la hoguera.
Los interrogatorios no tenían limitación, y la dureza dependía de la imaginación del inquisidor, desde hierros candentes, arrancar las uñas o dientes, quemar partes del cuerpo.
Fueron tantos los abusos, que la propia Iglesia quedó horrorizada de las torturas y excesos de los inquisidores, que el concilio de Vienne de 1311, durante el papado de Clemente V, estableció una serie de limitaciones a los abusos de los inquisidores (hay que tener en cuenta que parte del horror era debido a los abusos cometidos contra los templarios, orden, que al fin y al cabo, era de religiosos). Las medidas hoy nos parecen irrisorias: en las sesiones de tortura debía estar presente un obispo (se trataba de limitar el poder de los dominicos) y los inquisidores debían haber cumplido los cuarenta años (para evitar el ardor de la juventud)... en cualquier caso no se prohibía la tortura, sólo se recomendaba "limitar los excesos". El inquisidor Bernardo Gui protestó diciendo que tales limitaciones harían más difícil la tarea de la Inquisición. Y las medidas tardaron en ser efectivas. Ésta era la Inquisición medieval, la Inquisición moderna en España, se hizo depender de los reyes, adquiriendo sus propias características, algo diferentes de la medieval (que dependía de la propia Iglesia).
Aunque en el siglo XV estaba prácticamente inactiva, en la Corona de Aragón existía la inquisición pontificia desde 1232 y los dominicos catalanes Raimundo de Peñafort y Nicholas Eymerich habían sido destacados miembros de la misma. En cambio, en la Corona de Castilla la inquisición pontificia nunca se instauró porque, según Henry Kamen, "los obispos y los tribunales eclesiásticos se habían bastado más que de sobras para reprimir cualquier herejía". La situación cambió cuando se planteó el "problema converso" y ya en 1461 un grupo de franciscanos encabezados precisamente por el presunto converso Alonso de Espina plantearon al confesor del rey, el también converso Alonso de Oropesa,” la necesidad de que sobre los herejes se haga inquisición en este reyno según como se hace en Francia”. La propuesta fue aceptada por Enrique IV de Castilla quien elevó la petición al papa, pero no volvió a insistir en ella a causa del estallido de la guerra civil castellana. Mientras tanto dos conversos eran quemados en la hoguera en Llerena (Extremadura) en 1467 por judaizar.
En 1474 accede al trono Isabel I de Castilla, casada con el heredero de la Corona de Aragón, el futuro Fernando II de Aragón. Una de sus primeras preocupaciones es restablecer el orden y garantizar la vida y las propiedades de todos sus vasallos y también de los judíos. Así el 6 de septiembre de 1477 en una carta dirigida a la comunidad judía de Sevilla la reina les da garantías sobre su seguridad.
“Tomo bajo mi protección a los judíos de las aljamas en general y a cada uno en particular, así como a sus personas y sus bienes; les protejo contra cualquier ataque, sea de la naturaleza que sea…; prohíbo que se les ataque, mate o hiera; prohíbo asimismo que se adopte una actitud pasiva si se les ataca, mata o hiere”
Al mismo tiempo los reyes deciden afrontar el "problema converso", sobre todo cuando el prior de los dominicos de Sevilla, fray Alonso de Ojeda les remite en 1475 un informe alarmante sobre la cantidad de conversos que en esa ciudad judaízan, incluso de manera abierta: circuncidan a sus hijos, observan el sabbath, se abstienen de comer carne de cerdo, celebran la Pascua judía, entierran a sus muertos según los ritos judíos, etcétera. Dos años después los reyes realizan una visita a Sevilla donde pasan más de un año y allí conocen de primera mano lo que está sucediendo. Poco después de partir, Alonso de Ojeda informa a la reina de que había hallado pruebas de la celebración de una reunión de conversos judaizantes en la ciudad y le pide medidas enérgicas contra ellos
El 6 de febrero de 1481 tuvo lugar en Sevilla el primer proceso de la Santa Inquisición. El 1 de noviembre de 1478 la bula del papa Sixto IV Exigit sincerae devotionis concedía amplios poderes a los Reyes Católicos para implantar en Castilla la Nueva Inquisición para la pureza de la fe, con la intención de combatir a los falsos conversos.
Los dos primeros inquisidores nombrados por los reyes para que hicieran frente al "problema converso" en Sevilla, fueron los dominicos Juan de San Martín y Miguel de Morillo, que contarán con Juan Ruiz de Medina, perteneciente al clero secular y miembro del Consejo Real, como consejero jurídico. Son recibidos por las autoridades y la nobleza sevillanas con bastantes reservas lo que obliga a los reyes a ordenarles que colaboren con ellos.
Los dos inquisidores de Sevilla comienzan a actuar inmediatamente haciendo arrestar a muchos sospechosos de judaizar. El 6 de febrero de 1481 se organiza el primer auto de fe –seis personas fueron quemadas en la hoguera y el sermón lo pronunció fray Alonso de Hojeda-. Como el trabajo los desborda el papa autoriza el nombramiento de siete inquisidores más el 11 de febrero de 1482, todos ellos dominicos, entre los que se encuentra Tomás de Torquemada, prior del convento de Santa Cruz de Segovia. Ese mismo año se crea un tribunal en Córdoba, y al año siguiente sendos tribunales en Jaén y Ciudad Real. Entre 1481 y 1488 dictan unas setecientas condenas a muerte y miles de cadenas perpetuas y otros castigos.
La noticia de la llegada de los inquisidores provocó el pánico entre los conversos y muchos de ellos huyeron. Unas tres mil familias se marcharon al extranjero –al reino de Portugal, al reino de Francia o al norte de África- y unas ocho mil personas buscaron refugios en los estados señoriales de la nobleza andaluza –semanas después los inquisidores ordenarán a los señores que dejen de proteger a los conversos bajo pena de ser acusados de complicidad y de obstrucción al Santo Oficio-.
En un principio la Inquisición se circunscribió a Andalucía y, como entonces aún estaba en pie el reino nazarí de Granada, se limitó a Sevilla. Pronto cundió el pánico entre los conversos amenazados, que huyeron de Sevilla provocando una importante «fuga de capitales». No sólo los muertos perdían. También los «reconciliados» quedaban estigmatizados de por vida, pasando por la humillante experiencia de los autos de fe públicos.
El pánico se extiende por toda Andalucía. Así lo relata el cronista Hernando del Pulgar, incluida la reacción de la reina:
El 6 de febrero de 1481 tuvo lugar en Sevilla el primer proceso de la Santa Inquisición. El 1 de noviembre de 1478 la bula del papa Sixto IV Exigit sincerae devotionis concedía amplios poderes a los Reyes Católicos para implantar en Castilla la Nueva Inquisición para la pureza de la fe, con la intención de combatir a los falsos conversos.
Los dos primeros inquisidores nombrados por los reyes para que hicieran frente al "problema converso" en Sevilla, fueron los dominicos Juan de San Martín y Miguel de Morillo, que contarán con Juan Ruiz de Medina, perteneciente al clero secular y miembro del Consejo Real, como consejero jurídico. Son recibidos por las autoridades y la nobleza sevillanas con bastantes reservas lo que obliga a los reyes a ordenarles que colaboren con ellos.
Los dos inquisidores de Sevilla comienzan a actuar inmediatamente haciendo arrestar a muchos sospechosos de judaizar. El 6 de febrero de 1481 se organiza el primer auto de fe –seis personas fueron quemadas en la hoguera y el sermón lo pronunció fray Alonso de Hojeda-. Como el trabajo los desborda el papa autoriza el nombramiento de siete inquisidores más el 11 de febrero de 1482, todos ellos dominicos, entre los que se encuentra Tomás de Torquemada, prior del convento de Santa Cruz de Segovia. Ese mismo año se crea un tribunal en Córdoba, y al año siguiente sendos tribunales en Jaén y Ciudad Real. Entre 1481 y 1488 dictan unas setecientas condenas a muerte y miles de cadenas perpetuas y otros castigos.
La noticia de la llegada de los inquisidores provocó el pánico entre los conversos y muchos de ellos huyeron. Unas tres mil familias se marcharon al extranjero –al reino de Portugal, al reino de Francia o al norte de África- y unas ocho mil personas buscaron refugios en los estados señoriales de la nobleza andaluza –semanas después los inquisidores ordenarán a los señores que dejen de proteger a los conversos bajo pena de ser acusados de complicidad y de obstrucción al Santo Oficio-.
En un principio la Inquisición se circunscribió a Andalucía y, como entonces aún estaba en pie el reino nazarí de Granada, se limitó a Sevilla. Pronto cundió el pánico entre los conversos amenazados, que huyeron de Sevilla provocando una importante «fuga de capitales». No sólo los muertos perdían. También los «reconciliados» quedaban estigmatizados de por vida, pasando por la humillante experiencia de los autos de fe públicos.
El pánico se extiende por toda Andalucía. Así lo relata el cronista Hernando del Pulgar, incluida la reacción de la reina:
E como quier que la absencia de esta gente despobló gran parte de aquella tierra, e fue notificado a la reyna que el trato se disminuía; pero estimando en poco la disminución de sus rentas, e reputando en mucho la limpieza de sus tierras, decía que todo interese pospuesto quería limpiar la tierra de aquel pecado de la heregía, porque entendía que aquello era servicio de Dios e suyo. E las suplicaciones que le fueron hechas en este caso, no la retraxeron deste propósito
Los conversos que no huyen se disponen a hacer frente a los inquisidores y a obligarles a que abandonen la ciudad. Sin embargo el complot que un grupo preparaba en Sevilla es descubierto y los conjurados son detenidos y condenados a muerte, figurando así entre las primeras víctimas de la inquisición.
La severidad de los inquisidores causa estupor y varias personas destacadas, como el cronista Hernando del Pulgar o el protonotario Juan Ramírez de Lucena, piden indulgencia para los nuevos cristianos, cuyo único crimen es la ignorancia de su nueva fe. Lucena, dice una crónica, “emsistió“ con los Reyes que no ”oviese” inquisición y que debían ser tratados como infieles y no como herejes, y utilizar las razones y los halagos para convencerles y no coaccionarlos con castigos. Hernando del Pulgar, por su parte, denunció la actuación de los inquisidores ante el arzobispo de Sevilla en una carta en la que le dice que en Andalucía miles de jóvenes conversos
… nunca de sus cassas salieron ni oyeron ni supieron otra doctrina sino la que vieron hazer a sus padres de puertas adentro. Quemar todos estos sería cosa crudelissima y aun diffícile de hazer.
No digo señor esto a favor de los malos, mas en remedio de los enmendados, el qual me parecería señor poner en aquella tierra personas notables y con algunos dellos de su misma nación que exemplo de vida y con palabras de dotrina reduxiesen a los unos y enmendasen a los otros. Buenos son, por cierto, [los inquisidores] Diego de Merlo y el doctor Medina, pero yo sé bien que no harán ellos tan buenos Christianos con su fuego como hizieron los obispos don Paulo [de Santa María] y don Alonso [de Cartagena] con su agua.
La Inquisición en aquella primera etapa actuó con exagerado rigor y bien pudo enviar a las llamas a conversos sinceros. Como tras la ejecución se despojaba al reo de sus bienes, planeó sobre aquel rigor la sombra de la codicia y el Pontífice, alarmado por el poder que había entregado a los Reyes, decidió intervenir. Sixto IV quiso nombrar a los inquisidores, pero Isabel y Fernando, indignados por la ofensa, protestaron de tal manera que tuvo que conformarse con nombrar un hombre de su confianza para vigilar el proceso y apelar, si fuese menester, pero siempre desde Castilla.
Las familias de los condenados van más lejos y denuncian directamente al papa la crueldad de los inquisidores. El papa Sixto IV, conmocionado por lo que lee, confiesa en una carta del 29 de enero de 1482 que se precipitó al conceder a los reyes el establecimiento de la inquisición, pensando que iba a funcionar como la inquisición pontificia medieval, y reconoce que los inquisidores han abusado de su poder y además denuncia que se les niegue a los condenados el derecho de apelar las sentencias ante él mismo.
Sin embargo al verse sometido a fuertes presiones diplomáticas, el papa da marcha atrás en su intención de revocar la autorización que había dado a los reyes, y el 11 de febrero de 1482 permite que los inquisidores continúen en sus cargos y amplía su número, aunque exige cambios importantes en el funcionamiento del tribunal: que los inquisidores rindan cuentas ante los obispos; que no se oculten los nombres de los testigos de cargo; y que los condenados puedan recurrir la sentencia a Roma.
Pero el rey Fernando de Aragón no admite ninguna de estas condiciones, especialmente el reconocimiento del derecho de apelación de los condenados a Roma, y de nuevo el papa acaba cediendo. Lo único que consigue es que puedan apelar ante el arzobispo de Sevilla, pero al mismo tiempo nombra inquisidor general al dominico Tomás de Torquemada, por lo que a partir de ese momento será él quien nombre a los inquisidores.
El derecho de apelación ante el arzobispo de Sevilla será revocado el 25 de septiembre de 1486 por el papa Inocencio VIII, sucesor de Sixto IV fallecido en agosto de 1484, al verse sometido de nuevo a fuertes presiones diplomáticas. A partir de entonces las apelaciones se harán ante el inquisidor general. Los obispos condenados por la Inquisición serán los únicos que podrán apelar al papa. Inocencio VIII, concede a los reyes en 1488 la facultad de designar, en su momento, al sucesor de Torquemada en el cargo de inquisidor general.
El pulso con el papado acaba, pues, con el triunfo de los soberanos. El primero renuncia a favor de los segundos a una de sus prerrogativas esenciales; la defensa de la fe y la lucha contra la herejía dependen ahora en España de un tribunal que actúa por delegación del papado, pero que está bajo la autoridad del poder civil, que designa a sus magistrados.
La Inquisición gozó de un gran respaldo social, que tomó mayor vigor tras el fin de la Reconquista. La sociedad deseaba seguridad y paz social, y el fervor católico era mayoritario. Por contra los judíos vivían segregados, se sospechaba que practicaban rituales heréticos e incluso la brujería y encima se enriquecían peligrosamente. Con todo, cabe apuntar que la Inquisición española se atemperó tras aquel celoso comienzo y fue, en líneas generales, mucho menos cruel y aportó más garantías que otros tribunales similares que se pusieron en marcha en Europa en años posteriores.
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