La proscripción de la literatura judía comenzó en el siglo XIII, como un derivado de la decisión de 1199, por la que el Papa Inocencio III advirtió a los legos que las Escrituras debían quedar bajo interpretación exclusiva del clero.
En el 1236, el apóstata Nicolás Donin envió desde París un memorandum al Papa Gregorio IX, en el que formulaba treinta y cinco cargos contra el Talmud (que era blasfemo, antieclesiástico, etc). El papa terminó por enviar un resumen de las acusaciones a los eclesiásticos franceses, ordenando que se aprovechara la ausencia de los judíos de sus casas mientras rezaban en las sinagogas, y se confiscara sus libros el 3 de marzo de 1240. Además se instruía a las Ordenes Dominica y Franciscana en París que “hicieran quemar en la hoguera los libros en los que se encontraran errores” de corte doctrinario. Indicaciones similares se enviaron a los reyes de Francia, Inglaterra, España y Portugal.
Como consecuencia de la circular de Gregorio IX, se llevó a cabo la primera disputa religiosa pública entre judíos y cristianos, en París, entre el 25 y el 27 junio del 1240. El Rabí Lejiel que debió defender públicamente al Talmud, no logró evitar que un comité inquisitorial lo condenara. En junio de 1242, miles de volúmenes fueron quemados públicamente.
La práctica fue convirtiéndose en norma, y muchos papas posteriores promovieron la quema del Talmud. Otra disputa famosa se efectuó en Barcelona en el 1263, después de la cual Jaime I de Aragón ordenó a los judíos borrar del Talmud referencias supuestamente anticristianas, so pena de quemar sus libros. También la disputa de Tortosa (1413) concluyó restringiendo los estudios de los judíos de Aragón. Un nuevo ímpetu se dio a las prohibiciones de libros judíos en 1431 cuando en el Concilio de Basilea, la bula del papa Eugenio IV directamente prohibió a los judíos el estudio del Talmud.
Los ataques contra el Talmud se extremaron durante el período de la Contrarreforma en Italia, a mediados del siglo XVI. En agosto de 1553 el papa designó al Talmud “blasfemia” y lo condenó a la hoguera junto con otras fuentes de sabiduría rabínica. El día de Rosh Hashaná de ese año (5 de septiembre) se construyó una pira gigantesca en Campo de Fiori en Roma, los libros judíos se secuestraron de las casas mientras los judíos rezaban en las sinagogas, y se quemaron públicamente miles de ejemplares. Por orden inquisitorial, el procedimiento se repitió en los Estados papales, en Bolonia, Ravena, Ferrara, Mantua, Urbino, Florencia, Venecia y Cremona.
El 7 de febrero de 1497, el fraile Savonarola insistió ante sus oyentes que el triunfo de las tropas francesas sobre las italianas era una clara demostración del desastre que vivían y convenció a la gente del malestar de Dios. Una de sus primeras ideas fue sustituir el Carnaval de Florencia, que le parecía frívolo, por la fiesta de la Penitencia y sus discípulos pidieron que se reuniera todo objeto que fuera una muestra de la vanidad humana (ver: "La Hoguera de las Vanidades"). De puerta en puerta, tras el sermón en la catedral, se recolectó lo que se pudo en medio de un saqueo general en el que participaron cientos de niños; luego se hizo preparar el escenario. Este ritual sirvió para la destrucción de libros sobre magia y cábala, clásicos de Ovidio, Catulo y Marcial, textos de Dante y poetas de los cancioneros del amor gentil e incluso los diálogos de Platón.
El 14 de enero de 1601 se produce la quema de libros hebreos en la Plaza San Pedro en Roma, por orden del Papa Clemente VIII. Durante los dos últimos siglos, “expertos” de diversa índole fabricaron una vasta literatura que “revelaba las blasfemias” del Talmud (una literatura inútil hoy en día, cuando el Talmud está al alcance de todos por medio de las muchas traducciones a los principales idiomas). El último auto-de-fe contra el Talmud fue en 1757 en Kamenets (Polonia) donde el obispo Nicolás Dembowski ordenó la quema de mil copias del Talmud.
Estas no fueron las únicas ocasiones en la que los libros acabaron en hogueras, ni fue la iglesia la única responsable.
La biblioclastia o destrucción de libros -que en su forma extrema de intolerancia anticipa la aniquilación de personas- es tan antigua como el hombre. Hay testimonios del Egipto milenario, de Grecia, la antigua Roma, la Edad Media y los tiempos modernos. Se sabe que en Atenas se quemaron escritos del sofista Protágoras porque difundían ideas que contrariaban el pensar oficial de la polis; también Atenas, por intolerancia similar, condenó a Sócrates a beber la cicuta. En Roma, la damnatio memoriae , "la condena al olvido", fue una institución practicada incluso con carácter oficial; así, cuando el poeta Galo cayó en desgracia de Augusto, éste hizo quemar su obra y ordenó silenciar su nombre (los emperadores chinos ya la practicaban cancelando de los registros estatales los nombres de sus predecesores). A propósito de China, en 213 a.C., año en el que mientras un grupo de hombres intentaba reunir todos los libros en Alejandría, Shi Huandi aprobó entonces que se quemaran todos los libros, excepto los que versaban sobre agricultura, medicina o profecía. De hogar en hogar, los funcionarios se apoderaron de los libros y los hicieron arder en una pira, para sorpresa y alegría de quienes no los habían leído. Más de cuatrocientos letrados reacios fueron enterrados vivos y sus familias sufrieron incontables humillaciones.
Después fueron quemadas la famosa biblioteca de Alejandría y la de Pérgamo, su rival; también, los libros de los albigenses. Siglos más tarde, en Florencia, el fanático Savonarola arrojó a lo que llamó "La hoguera de las vanidades" distintas obras clásicas, entre ellas, las de su coterráneo Boccaccio. Poco después este dominico fue quemado en la Piazza della Signoria: sus ideas molestaban al poder de la Iglesia y al de los Médici.
De casa en casa, sacerdotes y soldados confiscaron libros y, entre golpes y cuchicheos, advirtieron que había llegado la hora de quemar un antiguo libro sagrado, el Corán, la pieza angular del Islam. Como es obvio, la reacción de los creyentes musulmanes no se hizo esperar, aunque los disturbios fueron controlados por las tropas españolas que habían tomado la ciudad en 1492, después de diez largos años de sitio.
La quema de libros devino epidemia; de ese modo fueron entregados a las llamas Himnos de Lutero y su traducción de la Biblia. Como reacción, en 1520, Lutero incineró públicamente la bula del papa León X, que condenaba sus ideas. En 1559 surgió el Index de libros prohibidos, en el que el Vaticano registraba libros, autores e ideas censuradas (este Index rigió hasta hace poco). El ataque no fue sólo contra libros, sino contra ideas y personas. Al iniciarse el año 1600, en Roma, tras un juicio atroz, sometieron a la hoguera a Giordano Bruno en el Campo dei Fiori; en esa plaza, hoy, su estampa broncínea da cuenta de ese hecho brutal.
En la península de Yucatán, En el año 1530, en Tetzcoco, Fray Juan de Zumárraga hizo una hoguera con todos los escritos e ídolos de los aztecas. Había nacido en 1468, en el mítico pueblo vasco de Durango, en España, y una de sus primeras tareas como monje franciscano fue examinar los casos de brujería más conocidos de su región, lo cual lo llevó a practicar exorcismos. Como todos los fanáticos, veía el diablo en todas partes.
Diego de Landa continuó esta labor de purificación. En 1562, hizo quemar en el Auto de Maní cinco mil ídolos y 27 códices de los antiguos mayas. De esta furia, sobrevivieron apenas tres códices mayas prehispánicos.
Ya en pleno siglo XX, el 10 de mayo de 1933, las juventudes hitlerianas, instigadas por el ministro de propaganda Joseph Goebbels, quemaron unos cuarenta mil libros cuyas ideas no condecían con el totalitarismo de Estado que los nazis comenzaban a poner en práctica. Se destruyeron las obras de más de 5.500 autores.
La quema -un acto demencial, de barbarie, de xenofobia- se dio en varias ciudades alemanas, pero el epicentro fue Berlín. en Opemplatz, actual Bebelplatz. Obras de Freud, Marx, Brecht, Heine y, entre otras, las de los hermanos Mann fueron pasto de las llamas. Se trató de un acto simbólico y, a la vez, político, que marcó el comienzo de la persecución de los judíos. Esa plaza, desde 1995, ofrece un pequeño memorial subterráneo - Die Bibliothek (La biblioteca), obra del artista plástico israelí Micha Ullman-, que consiste en un espacio cuadrangular de 1,35 metros por lado, protegido por un cristal cuya transparencia permite ver blancos estantes para libros, vacíos. Todo un símbolo. Junto a él, una pequeña placa ostenta visionarias palabras del también censurado -mucho antes- Heinrich Heine: "Eso fue sólo un preludio, ahí donde se queman libros, se termina quemando también personas".
Diez años después de la quema, los norteamericanos tapizaron paredes con carteles de contrapropaganda en los que se leía: "Hace diez años los nazis quemaron libros, pero los americanos libres todavía pueden leerlos", proclama, respetable, salvo que omitían referir la caza de brujas perpetrada por ellos mismos en Salem a fines del siglo XVII, o que, en 1922, quemaron 500 ejemplares del Ulises, de Joyce, por juzgarlo "inmoral". Años más tarde el macartismo, en su furor anticomunista, avanzó sobre libros, autores e ideas, atropello denunciado por Eisenhower en una conferencia memorable en junio de 1953. Ray Bradbury, en su célebre novela Fahrenheit 451, que entremezcla, advierte sobre esos procederes despreciables.
Con el golpe militar del año 1973 no solo se finalizó́ el gobierno de Salvador Allende en Chile. La junta militar puso en marcha unos de los planes más violentos contra el mundo intelectual de izquierda. No hay cifras precisas, pero las fotografías testifican que fueron miles los libros quemados bajo la Operación Limpieza, que buscaba liberar a Chile de publicaciones revolucionarias.
Bajo el alero de la Operación Limpieza, militares fueron ordenados a destruir y quemar cualquier elemento que aludiera a revoluciones, ideas marxistas o pensamientos diferentes a la imperante Junta Militar.
Si bien se realizaron distintas quemas a lo largo del país, el domingo 23 de septiembre militares llevaron a cabo la quema de libros más simbólica en la historia de Chile. Posterior al allanamiento en la remodelación de las torres San Borja, que terminó con seis residentes secuestrados y posteriormente fusilados en las afueras de Santiago, se acordonó el lugar habitado por militantes y simpatizantes de izquierda junto a funcionarios de la UP, lugar donde incluso se encontraban oficinas de gobierno de Allende.
A las 6 de la mañana del 23 de Septiembre, militares ingresaron a las torres habitacionales, sustrayendo cualquier elemento que hiciera alusión a revolución, iniciando fuera de las torres una hoguera hecha con libros y propaganda política contraria al régimen militar. Durante 14 horas las llamas se extendieron por los alrededores de las Torres San Borja, según recuerdan testigos. Al día siguiente, el diario La Tercera narró el suceso: “Hoguera hecha de libro y panfletos ardió todo el tiempo”
Un libro con la palabra revolución en su portada era prueba suficiente para llevar a detenido a su dueño. En algunos casos, la ignorancia de los militares llegó al nivel de quemar publicaciones que no tenían ninguna relación con el marxismo o ideas revolucionarias, como “El Cubismo” -porque creían que estaba relacionado con Cuba- o “La Revolución de las Matemáticas” -texto educativo escolar-.
El 30 de agosto de 1980 la policía de la provincia de Buenos Aires, en Argentina, quemó en un baldío de Sarandí un millón y medio de ejemplares del Centro Editor de América Latina, retirados de los depósitos por orden del juez federal de La Plata, Héctor Gustavo de la Serna. Los libros ardieron durante tres días. Cabe aclarar que no fue esa la única vez que la dictadura quemó libros. El 29 de abril de 1976, Luciano Benjamín Menéndez, jefe del III Cuerpo de Ejército con asiento en Córdoba, ordenó una quema colectiva de libros, entre los que se hallaban obras de Proust, García Márquez, Cortázar, Neruda, Vargas Llosa, Saint-Exupéry, Galeano… Dijo que lo hacía...
“...a fin de que no quede ninguna parte de estos libros, folletos, revistas… para que con este material no se siga engañando a nuestros hijos (...) “De la misma manera que destruimos por el fuego la documentación perniciosa que afecta al intelecto y nuestra manera de ser cristiana, serán destruidos los enemigos del alma argentina”. (Diario La Opinión, 30 de abril de 1976).
El mes de abril de 2003 el mundo fue conmovido por una serie de eventos imprevisibles y atroces que destruyeron los principales centros culturales de Irak. Una ola de saqueos desmanteló los edificios públicos y comercios de Bagdad entre los días 8 y 10, tras la toma de la ciudad por el ejército de Estados Unidos. Fue el día 10 cuando una multitud alentada por la pasividad de los militares, roció con algún combustible los anaqueles y les prendió fuego. Millones de libros se quemaron en la Biblioteca Nacional de Bagdad. Según otra versión, se usaron fósforos blancos, de procedencia militar, para el incendio, y hay evidencias que lo confirman. Pasadas unas horas, una columna de humo podía verse a más de cuatro kilómetros. En el mismo ataque fue destruido el Archivo Nacional de Iraq, y desaparecieron diez millones de documentos.
El 18 de diciembre de 2011 pasará a ser una fecha catastrófica de Egipto por el incendio del edificio de la Academia de Ciencias, que albergaba 200.000 materiales desde el siglo XVIII y obras como Description de l’Égypte, reproducido por todos los amantes de Egipto desde su aparición en 1809. Todos los archivos que sustentaban las fuentes del siglo XIX se perdieron, miles de informes de investigación que ni siquiera estaban copiados perecieron haciendo retroceder los estudios egiptológicos durante décadas. Una tragedia amparada por la impunidad y las advertencias.
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