Al finalizar la Segunda Guerra Mundial, una Europa arrasada ya no estaba a la vanguardia de la ciencia. Siguiendo el ejemplo de las organizaciones políticas internacionales, un grupo de científicos imaginó la creación de un laboratorio de física atómica europeo. Para ellos, un laboratorio así no sólo uniría a los científicos de Europa, sino que también les permitiría compartir los elevados costes de las instalaciones de física nuclear.
El físico francés Louis de Broglie hizo la primera petición oficial de la creación de un laboratorio europeo en la Conferencia Cultural Europea, celebrada en Lausana (Suiza) el 9 de diciembre de 1949. Tras esto, en la quinta Conferencia General de la Unesco, el físico y premio Nobel Isidor Rabi presentó una resolución que autorizaba a la UNESCO a "ayudar y estimular la formación de laboratorios regionales de investigación con el fin de aumentar la colaboración científica internacional".
Un año después, en una reunión intergubernamental de la Unesco en París en diciembre de 1951, se aprobó la primera resolución sobre la creación de un Consejo Europeo de Investigación Nuclear. Dos meses más tarde, 11 países firmaron un acuerdo que establecía el consejo provisional: nacía el CERN, derivado del acrónimo francés Conseil Européen pour la Recherche Nucléaire. A partir de entonces, se fueron celebrando sucesivas sesiones del recién inaugurado consejo CERN. En la sexta sesión del Consejo, que tuvo lugar en París entre el 29 de junio y el 1 de julio de 1953, 12 países firmaron la creación del organismo de forma oficial, del cual todos ellos formarían parte. Estos 12 estados fundadores fueron: Bélgica, Dinamarca, Francia, la República Federal Alemana, Grecia, Italia, Países Bajos, Noruega, Suecia, Suiza, Reino Unido y Yugoslavia. El 29 de septiembre de 1954, tras la ratificación de Francia y Alemania, la Organización Europea para la Investigación Nuclear se estableció definitivamente. El CERN había nacido. Ese día se cristalizaba un gran esfuerzo político, científico y económico en lo que sería el más grande y exitoso laboratorio de investigación europeo: el Centro Europeo de Investigación Nuclear, CERN, en Meiryn, cerca de Ginebra. Un nombre que se cambió hace unos años, quizá porque la palabra “nuclear” provoca importantes reacciones adversas: hoy es CERN, Centro Europeo para la Física de Partículas. Un nombre, todo hay que decirlo, más acorde a su objetivo.
Hoy, nuestra comprensión de la materia va mucho más allá del núcleo, y la principal área de investigación del organismo se centra en la física de partículas, es decir, en el estudio de los constituyentes fundamentales de la materia y sus fuerzas de interacción. El laboratorio del CERN también es conocido como el Laboratorio Europeo de Física de Partículas y su instalación estrella es el el Gran Colisionador de Hadrones, el acelerador de partículas más grande y energético del mundo, que tiene el propósito de examinar la validez y los límites del modelo estándar de la física.
El físico francés Louis de Broglie hizo la primera petición oficial de la creación de un laboratorio europeo en la Conferencia Cultural Europea, celebrada en Lausana (Suiza) el 9 de diciembre de 1949. Tras esto, en la quinta Conferencia General de la Unesco, el físico y premio Nobel Isidor Rabi presentó una resolución que autorizaba a la UNESCO a "ayudar y estimular la formación de laboratorios regionales de investigación con el fin de aumentar la colaboración científica internacional".
Un año después, en una reunión intergubernamental de la Unesco en París en diciembre de 1951, se aprobó la primera resolución sobre la creación de un Consejo Europeo de Investigación Nuclear. Dos meses más tarde, 11 países firmaron un acuerdo que establecía el consejo provisional: nacía el CERN, derivado del acrónimo francés Conseil Européen pour la Recherche Nucléaire. A partir de entonces, se fueron celebrando sucesivas sesiones del recién inaugurado consejo CERN. En la sexta sesión del Consejo, que tuvo lugar en París entre el 29 de junio y el 1 de julio de 1953, 12 países firmaron la creación del organismo de forma oficial, del cual todos ellos formarían parte. Estos 12 estados fundadores fueron: Bélgica, Dinamarca, Francia, la República Federal Alemana, Grecia, Italia, Países Bajos, Noruega, Suecia, Suiza, Reino Unido y Yugoslavia. El 29 de septiembre de 1954, tras la ratificación de Francia y Alemania, la Organización Europea para la Investigación Nuclear se estableció definitivamente. El CERN había nacido. Ese día se cristalizaba un gran esfuerzo político, científico y económico en lo que sería el más grande y exitoso laboratorio de investigación europeo: el Centro Europeo de Investigación Nuclear, CERN, en Meiryn, cerca de Ginebra. Un nombre que se cambió hace unos años, quizá porque la palabra “nuclear” provoca importantes reacciones adversas: hoy es CERN, Centro Europeo para la Física de Partículas. Un nombre, todo hay que decirlo, más acorde a su objetivo.
Hoy, nuestra comprensión de la materia va mucho más allá del núcleo, y la principal área de investigación del organismo se centra en la física de partículas, es decir, en el estudio de los constituyentes fundamentales de la materia y sus fuerzas de interacción. El laboratorio del CERN también es conocido como el Laboratorio Europeo de Física de Partículas y su instalación estrella es el el Gran Colisionador de Hadrones, el acelerador de partículas más grande y energético del mundo, que tiene el propósito de examinar la validez y los límites del modelo estándar de la física.
El primer acelerador del CERN fue un sincrociclotrón bastante modesto, sustituido en diciembre de 1959 por el protón-sincrotrón (PS) de 200 metros, algo que para la época parecía gigantesco. Con él los físicos europeos empezaron una competición con sus homólogos norteamericanos, que estaban a punto de inaugurar otro en el Laboratorio Nacional de Brookhaven, Nueva York. Por su parte, la reacción de los países del Este no se hizo esperar: se creó el Instituto Conjunto para la Investigación Nuclear o JINR en Dubna. Pero nunca fue un verdadero competidor: su acelerador, un sincrotrón de protones cuyo imán pesaba de 36.000 toneladas, diez veces más que el del CERN, era un verdadero dinosaurio tecnológico.
En 1960 la competición se encontraba entre Ginebra y Nueva York. No obstante, era una pugna desigual. Los norteamericanos disponían desde principios de los 50 de diversos aceleradores con los que habían adquirido destreza y práctica en el diseño de experimentos y en la construcción del instrumental apropiado para detectar las partículas. Así que los europeos se dedicaron a copiar las iniciativas estadounidenses como mejor camino para adquirir dominio de las técnicas experimentales. Debido a ello, llegaban siempre en segundo lugar. Ahora bien, a lo largo de los 60 empezó a producirse un fenómeno de internacionalización que ya jamás se perdería: grupos norteamericanos colaboraban con los experimentos realizados en el CERN y europeos usaban fotos tomadas en Brookhaven.
Los nuevos aceleradores de partículas ponían en serios aprietos a los físicos teóricos. A medida que progresaba la investigación aparecían más y más partículas. Hablar de ‘partículas elementales’ era un dislate. Entonces entró en juego Murray Gell-Mann. En 1962 anunció en el CERN una forma de agrupar las partículas que llamó “el Camino Óctuple”, en clara alusión a la filosofía budista. Su teoría –también formulada independientemente por Yuval Ne’eman- predecía una nueva partícula, Ω-, descubierta al año siguiente primero en Brookhaven y luego en el CERN. Dos años después Gell-Mann perfeccionaba su teoría y lanzaba al ruedo de la física de partículas los quarks.
Comprobar la veracidad de todas estas ideas exigía una nueva generación de aceleradores. Y es que la física de partículas sigue una sencilla regla: cuanto más adentro de la materia quieres explorar, mayor energía necesitas. En el CERN el viejo PS no se desmanteló, sino que se usó para dar servicio al nuevo acelerador: el SPS (Super Protón-Sincrotrón), un anillo de 7 kilómetros de diámetro y enterrado a 40 metros bajo tierra, que empezó a construirse en 1976 y entró en servicio en 1981. La idea, revolucionaria, era acumular antiprotones para luego hacerlos colisionar con protones. Era la primera vez que se usaba antimateria en los aceleradores de partículas, lo que incrementaba la energía de los choques de forma sustancial: si materia y antimateria se encuentran, se aniquilan completamente. Este hecho llevó al CERN a una posición de liderazgo mundial y con él Carlo Rubbia y Simon van der Meer descubrieron los bosones W y Z, los transmisores de la fuerza electrodébil, con el que ganaron el premio Nobel en 1983. Puede decirse que el SPS se construyó para encontrarlos.
Después, todo estaba preparado para la construcción del mayor instrumento científico jamás construido: el LEP (Large Electron Positron Collider). En una circunferencia de 27 kilómetros enterrada a un centenar de metros donde se aceleraban electrones y positrones -la antimateria del electrón- y se les hacía colisionar. Con el LEP, que comenzó su andadura en 1989, los físicos obtuvieron mediciones que iban refinando la teoría y confirmaron que sólo podían existir tres familias de quarks. Pero siempre se pide más. La teoría seguía pidiendo aceleradores más grandes y a finales del siglo XX se concretó en dos proyectos: el SSC (Super Sincrotron Collider) en EE.UU., un monstruo de 87 km de diámetro que se empezó a construir en 1989 pero que se canceló en 1995 debido a su elevado coste, 8.000 millones de dólares, y el LHC (Large Hadron Collider) del CERN, que se aprobó el 24 de junio de 1994.
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