Cuauhtémoc |
Cuauhtémoc, nombre que significa literalmente "Águila que descendió (se posó)". La forma honorífica de Cuāuhtémōc es Cuāuhtémōctzīn (el sufijo -tzīn se usa para designar una dignidad similar a "Don" o "Señor" en español).
Hijo de Ahuizotl y de Tlillalcápatl –hermana de Cuitláhuac y Moctezuma Xocoyotzin-, su fecha de nacimiento es incierta: hay quien dice que nació en 1495 y otros que en 1502. Nació en Tenochtitlan, pero parece que creció en Ichcateopan y fue educado en el Calmecac, quedó huérfano siendo todavía un niño y recibió una educación aristocrática, como correspondía a un miembro de la realeza: adquirió los conocimientos que lo preparaban para la vida adulta en un calmecac (centro con funciones de colegio y monasterio). Regresó a Tenochtitlan apenas unos años antes de la llegada de los españoles, y caballero águila, fue un jefe muy popular de Tlatelolco, donde también fue supremo sacerdote -Teotecuhtli y Tecuhtli- del culto de Huitzilopochtli. Fue nombrado emperador mexica al morir Cuitláhuac en marzo de 1521, víctima de la varicela contagiada por los peninsulares. Contrajo matrimonio con Tecuichpoch, una de las hijas del entonces emperador Moctezuma II de poco más de 10 años. Llamado por los españoles Guatimocín. Defendió tenazmente la ciudad de Tenochtitlán, capital del Imperio azteca, del asedio de las tropas españolas al mando de Hernán Cortés especialmente después de la matanza perpetrada en Tenochtitlán (el 23 de mayo de 1520) por el lugarteniente de Hernán Cortés, Pedro de Alvarado. La brutal acción del capitán español provocó la violenta reacción del pueblo azteca. Exasperados por la sumisión de Moctezuma II a los españoles, los indígenas apedrearon a su propio emperador, que murió poco después, y sitiaron a los españoles. Durante la estancia de los españoles en la capital azteca, Cuauhtémoc participó en defensa de su gente en la matanza del Templo Mayor y en la batalla de la «Noche Triste», la noche del 30 de junio al 1 de julio, cuando casi se derrota a los conquistadores. La caída de la ciudad y la captura y posterior ejecución de Cuauhtémoc puso fin a una de las más brillantes civilizaciones precolombinas.
Bernal Díaz del Castillo (Historia verdadera de la conquista de la Nueva España) lo describió de la siguiente manera:
“de muy gentil disposición, así de cuerpo como de facciones, y la cara algo larga y alegre y los ojos más parecían que cuando miraba que eran con gravedad y halagüeños, y no había falta en ellos… y el color tiraba más a blanco que al color y matiz de esotros indios morenos.”
Era resuelto y valiente, lo que lo había llevado a conquistar varias victorias en el terreno militar. Además, se había convertido en un estandarte de la más feroz oposición a los españoles, e incluso había criticado muy severamente a Moctezuma por su política de pacificación frente al avance invasor -de hecho hay alguna versión que lo señala como quien arrojó la piedra que hirió a Moctezuma-. Sin embargo, tuvo que enfrentar el intento de derrocamiento de uno de los hijos de Moctezuma, que pugnaba por tomar el mando para negociar una alianza con los españoles. Con esas prendas y sin ceremonial alguno, fue elegido rey en una situación extraordinariamente difícil para los mexicas.
Su tarea como emperador fue prácticamente una: la defensa de su patria de los invasores españoles y sus aliados. Organizó a su pueblo para emprender la resistencia frente a los conquistadores, además de buscar establecer alianzas con otros señoríos, a los que prometió no cobrar más tributo, en lo que fracasó, por lo que muy pronto los mexicas tuvieron que enfrentar con sus propias fuerzas a los españoles y a sus aliados que llegaron a reunir un ejército de más de ochenta mil hombres.
Dice Octavio Paz:
“Cuauhtémoc lucha a sabiendas de la derrota. En esta íntima y denodada aceptación de su pérdida radica el carácter trágico de su combate. Y el drama de esta conciencia que ve derrumbarse todo en torno suyo, y en primer término sus dioses, creadores de la grandeza de su pueblo, parece presidir nuestra historia entera”.
Las fuerzas de Hernán Cortés sitiaron Tenochtitlan el 22 de mayo de 1521. Cortés contaba con sus propios hombres, armas, caballos, trece bergantines y los miles de soldados de los ejércitos indígenas aliados de Texcoco y de Tlaxcala. El sitio se desarrolló de manera planeada: En Chapultepec, Pedro de Alvarado y Cristóbal de Olid, tras fuerte batalla, rompieron el acueducto que surtía de agua a los mexica. Gonzalo de Sandoval fue a Ixtapalapa auxiliado por Cortés y sus bergantines, pero fueron atacados por los mexica cuando pasaban por el peñón de Tepopolco. Cortés desembarcó y tomó el peñón. Mientras tanto, unas quinientas canoas mexicas atacaron a los bergantines, pero la acción del viento las hizo chocar con las naves enemigas.
Ya aislado, Cuauhtémoc recibió a tres cautivos aztecas enviados por Cortés para negociar la paz y ofrecerle trato privilegiado para él y sus allegados. Después de escucharlos, acudió al Tlalocan para sujetarse a la voluntad de su gente: decidieron que era mejor morir antes que ser esclavos de los españoles. A partir de entonces ya no se pensó más en hacer tratos con los españoles; organizaron la defensa de la ciudad, mandaron sacar a los que no podían ayudar en la guerra y aprovisionarse de gran cantidad de víveres y armas; ordenaron que todo aquél que pudiera lanzar una piedra o una lanza y blandir una macana, fuera hombre, mujer o niño defendiera la Gran Tenochtitlán. Se cuenta que en alguna ocasión, Cuauhtémoc mando vestir a las mujeres con ropas militares y marchar al frente para hacer creer a los conquistadores que disponía de más guerreros que los que tenía realmente.
Un cronista atribuye a Cuauhtémoc estas extraordinarias palabras:
“Valerosos mexicanos: Ya veis cómo nuestros vasallos todos se han rebelado contra nosotros, ya tenemos por enemigos no solamente a los tlaxcaltecas y cholultecas y huexozincas, pero a los tezcucanos y chalcas y chuchimilcas tepenecas, los cuales todos nos han desamparado y dejado y se han ido y llegado a los españoles y vienen contra nosotros. Por lo cual os ruego que os acordéis del valeroso corazón y ánimo de los mexicanos chichimecas, nuestros antepasados, que siendo tan poca gente la que en esta tierra aportó, se atreviese a acometer y a entrar entre muchos millones de gentes y sujetó con su poderoso brazo todo este nuevo mundo y todas las naciones, no dejando costas ni provincias lejanas, que no corriesen y sujetasen, poniendo su vida y hacienda al tablero, por sólo aumentar y ensalzar su nombre y valor.”
Para evitar que los bergantines se acercaran a la ciudad, los mexica colocaron grandes estacas debajo del agua que bloquearon el avance de las naves y también hicieron zanjas en las calzadas para impedir el avance por tierra. Contra la costumbre indígena, Cuauhtémoc emprendió combates nocturnos que desconcertaron a los españoles. La lucha fue sin cuartel, pero mientras los indígenas eran muertos, los españoles eran hechos prisioneros para sacrificarlos. Poco a poco Cortés cerró el cerco y ordenó un ataque general, nuevamente fue rechazado y derrotado; además, le faltaron pólvora y municiones, pero casualmente llegó un barco a Veracruz que lo aprovisionó.
Al principio los mexica incineraban a sus muertos; después, la intensidad de la lucha les impidió hacerlo. Según las crónicas los muertos tapizaban el suelo y el olor era insoportable. Sin dejar de combatir los mexica se refugiaron en el último reducto indígena: Tlatelolco.
Cuenta Manuel Orozco y Berra:
“La defensa de la ciudad por los tenochca es un hecho asombroso digno de ponerse en parangón con la de Jerusalén, con la de Sagunto y de Numancia, con la de Zaragoza. Los guerreros, casi desnudos, con armas débiles, entregados a sus propias fuerzas, combatían contra hombres cubiertos de hierro, prevenidos del acero y del fuego, apoyados por un sin número de aliados. Casi siempre derrotados, volvían a la pelea sin faltarles nunca el ánimo, aunque convencidos de que les esperaba una muerte segura que preferían a perder la libertad. Acabados los mantenimientos, comieron las sabandijas del agua, los insectos del suelo, las yerbas, las hojas y las cortezas de los árboles, escarbaron la tierra para sacar las raíces. Los insepultos cadáveres colmaban los fosos, obstruían las calles, llenaban las casas; la corrupción envenenó el aire y la peste pavorosa sobrevino. Arrasados los edificios hasta los cimientos, luchaban sobre los escombros, refugiándose después a lo que en pie quedaba; vendidos por sus amigos, abandonados por sus aliados, puestos sus traidores súbditos en abierta insurrección, hicieron frente a todos, y además a los hombres blancos y barbados, a los dioses a quien el antiguo profeta daba el dominio de la tierra. Combatieron y combatieron sin tregua ni descanso, nadie habló de rendirse, no obstante haber sido solicitados frecuentemente por la paz; cayó la ciudad en poder del enemigo cuando no era más que ruinas; cuando los hombres estaban muy mermados y hambrientos, débiles, cansados ni tenían armas, y quedábales sólo el macuahuitl que con dificultad podían blandir; cuando el contagio hacía inútil todo esfuerzo, cuando estaban desamparados hasta de sus mentidos y cobardes dioses, pródigos en prometimientos, avaros a la hora de cumplirlos. Admira la defensa, asombra aquella tribu indómita, inspira respeto y entusiasmo la noble figura del rey Cuautémoc”.
Después de más de tres meses de sitio, los españoles lograron vencer la tenaz resistencia y arrasaron la ciudad; sus habitantes recibieron un trato cruel y sus suntuosos templos y palacios, símbolos de su civilización, fueron destruidos. Cuauhtémoc fue hecho prisionero el 13 de agosto de 1521, cuando intentaba huir hacia Texcoco. Vencido, el último emperador mexica fue llevado a la presencia de Cortés, quien le abrazó y ofreció asiento. Ahí, poniendo la mano en el puñal que el conquistador llevaba al cinto, le dijo: “Toma luego este puñal y mátame con él”. Este hecho fue descrito por el propio Hernán Cortés en su tercera carta de relación a Carlos I de España:
"…llegóse a mi y díjome en su lengua que ya él había hecho todo lo que de su parte era obligado para defenderse a sí y a los suyos hasta venir a aquel estado, que ahora hiciese de él lo que yo quisiese; y puso la mano en un puñal que yo tenía, diciéndome que le diese de puñaladas y le matase…"
Quería ser ofrendado a los dioses, la muerte digna de un guerrero prisionero para acompañar al sol, según la religión azteca. Contrariando sus deseos, Cortés no lo dejó completar su ciclo y Cuauhtémoc simplemente continuó apresado e incluso fue tratado con consideración, pero fue obligado a bautizarse con el nombre de Hernán de Alvarado en alusión a sus padrinos Cortés y Alvarado.
Rendición de Cuauhtémoc
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Sin embargo, algunos españoles encabezados por el tesorero de la expedición Juan de Alderete, insatisfechos con el botín que les había tocado, con la aprobación de Cortés, torturaron a Cuauhtémoc y a Tetlepanquetzal, señor de Tlacopan, quemándoles pies y manos para que revelaran el lugar donde estaban sus tesoros. Al quejarse Tetlepanquetzal, Cuauhtémoc le dijo: “¿Estoy acaso en un deleite o un baño?” Después se le dio otra poética forma: “¿Estoy yo acaso en un lecho de rosas?”
El tesoro real o imaginado por los españoles nunca se encontró, no obstante haber buscado hasta en la profundidad de la laguna mediante buzos expertos. El oro para los aztecas no tenía el valor que le atribuían los europeos como para hacer grandes esfuerzos para atesorarlo.
Inválido por el suplicio, Cuauhtémoc fue dejado como señor de Tlaltelolco para auxiliar a los españoles en funciones judiciales y administrativas, particularmente en la recaudación de tributos.
Durante la expedición que Cortés emprendió a las Hibueras para combatir a Cristóbal de Olid, llevo consigo a Cuauhtémoc y otros señores. Al sospechar que éstos planeaban alguna conspiración, decidió darles muerte, por lo que los hizo ahorcar en un lugar llamado Izancanac el 28 de febrero de 1525.
Relata Bernal Díaz;
“Sin haber más probanzas, Cortés mandó ahorcar a Guatemuz y al señor de Tacuba, que era su primo. Antes que los ahorcasen, los frailes franciscos los fueron esforzando y encomendando a Dios con la lengua de doña Marina cuando le ahorcaban, dijo Guatemuz (a Cortés): ‘¡Oh, Malinche, días hacía que yo tenía entendido que esta muerte me habías de dar y había conocido tus falsas palabras, porque me matas sin justicia! Dios te la demande, pues yo no me la di cuando a ti me entregué en mi ciudad de México.
Verdaderamente yo tuve gran lástima de Guatemuz y de su primo, por haberles conocido tan grandes señores, y aun ellos me hacían honra en el camino en cosas que se me ofrecían, en especial darme algunos indios para traer yerba para mi caballo. Fue esta muerte que les dieron muy injustamente, y pareció mal a todos los que íbamos.”
Con base en testimonios como el anterior, Eduardo Matos (La muerte de Cuauhtémoc: ¿Conspiración o pretexto?) concluye que ciertamente Cortés recelaba de los dirigentes indígenas; que tampoco se puede descartar que éstos tramaran una rebelión; que quienes los acusaron eran sus enemigos desde antes de la conquista; y que la denuncia de la conjura, real o inventada, era razón suficiente para descabezar cualquier alzamiento. Pero que el testimonio de Bernal Díaz y la premura con que Cortés nombró un nuevo gobernante de Tenochtitlan afín a los españoles, también pueden hacer pensar que la conjura sólo fue un pretexto para la ejecución.
Cuauhtémoc es uno de los personajes más reconocidos por los mexicanos como héroe nacional. En todos los rincones de México su nombre se usa en toponimia y onomástica, y su imaginada efigie aparece en monumentos, que hacen alusión a su coraje en la derrota, al pedir la muerte por el puñal de Cortés, o en el tormento, al reclamar estoicismo a sus compañeros de tortura. El 28 de febrero de cada año, la bandera mexicana ondea a media asta en todo el país, recordando la muerte del prócer. A partir del siglo XIX su figura fue usada con fines nacionalistas, teniendo máximo ejemplo en la inauguración del Monumento a Cuauhtémoc obra de Miguel Noreña durante la dictadura de Porfirio Díaz.
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