Como cualquier buen conquistador, Kublai Khan sólo quería expandir su imperio. Así que a finales del siglo 13, el nieto de Genghis Khan lanzó una flota mítica para tomar el control de Japón. Según la leyenda japonesa, sin embargo, los barcos mongoles sufrieron los tifones de proporciones igualmente míticos, que anuló sus repetidas invasiones por dos veces.
En 1281, con la era de los "Shoguns" en su apogeo, el guerrero mongol Kublai Khan lanzó contra el Japón una invasión formidable. Resentido por la humillante derrota sufrida a manos de los hábiles y valerosos defensores siete años antes, Kublai Khan había reunido esta vez una armada de conquista tan poderosa que los nipones no podrían enfrentar, transportando en ella un ejército invasor de proporciones abrumadoras.
En un escenario precursor al de la poderosa "Armada Invencible" que enviara el rey español Felipe II contra la Corona Inglesa en 1588, las embarcaciones del Khan se enfrentaron con un enemigo tan letal como inesperado. Un monstruoso tifón de los que siempre han asolado el Mar de la China, decimó a los invasores mongoles a un extremo tal que los muy pocos supervivientes se transformaron en un el plazo de horas, de temibles invasores a indefensos náufragos.
Durante el siglo XIII los Mongoles gobernados por Kublai Khan, nieto de Gengis Khan, intentaron dos grandes invasiones de Japón, en 1274 y 1281 d.C.. Sin embargo, en ambas ocasiones un tifón (ciclón tropical) derrotó la flota mongola, lo que obligó a los atacantes abandonar sus planes y fortuitamente salvó Japón de la conquista extranjera. Los Japoneses creían que los tifones habían sido enviados de los dioses para protegerlos de sus enemigos y los llamaron Kamikaze (“Viento Divino”). Tras la conquista de China en 1230 y Corea en 1231, Kublai Khan se convirtió en el primer emperador de Mongolia y cambió el nombre a su dinastía con Yuan, que significa "primer principio". Japón estaba a sólo 100 kilómetros de distancia y temía una invasión, y tenía razón. Entre 1267 y 1274, Kublai Khan envió numerosos mensajes al emperador de Japón exigiéndole de presentarse a los mongoles o enfrentarse a la invasión. Sin embargo, los mensajeros fueron bloqueados por el shogun de Japón, el verdadero poder detrás del trono, y nunca llegaron al emperador. Kublai Khan se puso furioso desde que nunca recibió una respuesta del emperador, refiriéndose a él como al “gobernante de un país pequeño”, y se comprometió a invadir Japón.
Los mongoles se pusieron a trabajar en la construcción de una enorme flota de barcos de guerra y reclutaron a miles de guerreros procedentes de China y Corea.
Primera invasión mongola de Japón
En el otoño de 1274 los Mongoles lanzaban su primera invasión de Japón, que conocida como la Batalla de Bun'ei. Se estima que entre unas 500 y 900 embarcaciones y 40.000 guerreros, en su mayoría de etnias chinas y coreanas, llegaron a las costas de la bahía de Hakata. Los mongoles devastaron las fuerzas japonesas, que empezaron a retirarse. Sin embargo, por temor a que los Japoneses se podían preparar y volver con más refuerzos, los Mongoles se retiraron a sus naves. Esa noche llegó un violento tifón mientras los barcos estaban anclados en la bahía de Hakata. Al amanecer, sólo unos pocos barcos permanecían. El resto fue destruido y acabó con la vida de miles de mongoles.
Segunda invasión
Los Japoneses tuvieron la suerte de poder escapar en 1274, pero todo no había terminado. Los mongoles eran ahora decididos más que nunca a la conquista de Japón. Trabajaron duro para reconstruir su flota y contratar a un mayor número de guerreros. Mientras tanto, Japón construyó una serie de murallas altas dos metros para protegerse de futuros ataques. Siete años más tarde, los Mongoles regresaron con una enorme flota de 4.400 barcos y un número estimado entre 70.000 y 140.000 soldados. Un conjunto de fuerzas partió de Corea, mientras otro conjunto de velas partió desde el sur de China, para converger en agosto de 1281 cerca de la bahía de Hakata.
No encontraron ninguna playa adecuada para el desembarco, a causa de las murallas construidas, y la flota se mantuvo a flote durante meses agotando sus suministros, mientras buscaba una zona para desembarcar. El 15 de agosto, los Mongoles se preparaban para lanzar su asalto a la mucha más pequeña fuerza japonesa que defendían la isla. Sin embargo, una vez más, un tifón sopló destruyendo la flota mongola y una vez más frustrando el intento de invasión. Los Mongoles que sobrevivieron al tifón fueron masacrados por los samurai japoneses en la orilla del agua.
Unos cuentos Japoneses contemporáneos indican que más de 4.000 naves fueron destruidas y el 80 por ciento de los soldados murieron ahogados o por manos de los samurai en las playas. El hecho se convirtió en uno de los intentos más grandes y desastrosos de una invasión naval de la historia. Los mongoles nunca atacaron a Japón otra vez.
Kublai Khan tuvo deseos de invadir Japón una vez más en 1286, pero encontró sus recursos demasiado escasos para realizar dicha invasión. En Japón, el país necesitaba reorganizarse tras repeler a los mongoles, cuyas invasiones habían llevado al límite los recursos económicos y al ejército. Los ataques mongoles proporcionaron al bakufu (término japonés que se refiere al gobierno del Shogun) una oportuna excusa para mantener el control del imperio, en vez de devolvérselo al emperador de Japón. Incluso varios años después, los gobernantes continuaron reforzando las defensas de Kyushu, mientras que varias medidas militares defensivas siguieron activas en la isla durante muchos años.
Es muy probable que el número de guerreros de ambos bandos que participaron en las invasiones fuese mucho menor de lo que se ha pensado tradicionalmente. Algunos eruditos también afirman que los japoneses hubieran sido capaces de repeler efectivamente a los invasores aún sin el fortuito y famoso kamikaze.
Kamikaze como metáfora
Como muchos saben, el término “kamikaze” fue utilizado más adelante en la Segunda Guerra Mundial, para referirse a los pilotos suicidas japoneses que deliberadamente estrellaban sus aviones contra objetivos enemigos. La metáfora significaba que los pilotos debían ser el "viento divino" que una vez más tenía que destruir el enemigo en los mares. Los pilotos kamikaze hicieron mucho daño a la flota estadounidense, al precio de unos 2.000 de sus más dedicados jóvenes. El movimiento de los kamikazes se desarrolló con la desesperación de cuando se hizo evidente que Japón iba a perder la guerra. La palabra kamikaze se ha incorporado en el uso cotidiano para referirse a alguien que toma un gran riesgo con poca preocupación por su propia seguridad. Piloto kamikaze japonés. Teniendo en cuenta el calendario de los dos tifones, exactamente coincidentes con los dos intentos de invasión de Japón, es fácil ver por qué estas tormentas son vistas como regalos de los dioses. Si no fuera por los dos tifones “kamikazes” es muy probable que Japón hubiera sido conquistado por los Mongoles, con la creación de lo que habría sido un futuro muy diferente.
La providencial tormenta que decisivamente convertiría una amenazadora invasión en espectacular victoria, fue aclamada como de origen divino por el místico shogunato y festejada por todas las islas del Archipiélago Japonés. Esa tormenta fue conocida en la historia del Japón desde ese entonces como "El Viento Divino" ("Kamikaze" en japonés). ¿Quién puede sorprenderse que ese nombre fuera escogido por el Alto Mando nipón para designar a las unidades aéreas suicidas que la Armada Norteamericana enfrentara en el Pacífico en los meses finales de la Segunda Guerra Mundial?.
Teniendo en cuenta la notable diferencia que existía, en orden al potencial bélico, entre el Japón y los Aliados en los últimos años de la guerra en el Pacifico, estaba completamente claro que Japón tendría que afrontar una gravísima crisis, a menos que de una manera u otra lograra hacer intervenir elementos, que fueran capaces, por sí solos, de cambiar radicalmente la situación. Así, pues, era muy natural que, en semejantes circunstancias, los combatientes nipones estuvieran dispuestos a sacrificar sus vidas por el emperador y por la patria. Su patriotismo tenía su origen en la convicción, profundamente arraigada en el ánimo de todos estos hombres, de que la nación, la sociedad e incluso el universo entero se identificaban en la persona del emperador, y por esta causa estaban decididos a sacrificar sus vidas.
Por lo que respecta a la fundamental cuestión de la vida y de la muerte, la base espiritual de todos los japoneses está constituida por una absoluta obediencia a la autoridad indiscutible del soberano, incluso a costa de la propia vida. El credo de los kamikaze derivaba, en cierto modo, del Bushido, el código de conducta del guerrero japonés, basado en el espiritualismo propio del budismo y que revela una especial insistencia en el valor o en la conciencia del hombre. También buscaban una muerte henchida de un profundo significado, en el momento justo y en el puesto que les correspondía, y no suscitar con su conducta la pública censura.
Cuando se analiza el comportamiento de los kamikaze hay que tener muy presente que ellos juzgaban aquellas misiones de ataque única y exclusivamente como una parte más de su obligación, y que no consideraban este deber como algo extraordinario ni fuera de lo normal. Se apasionaban de tal manera ante el problema de cómo alcanzar con éxito los buques señalados como objetivo que acababan por dar poca o ninguna importancia a su destino. A nivel de consciencia o de inconsciencia tenían la sensación precisa y profunda de «conquistar la vida a través de la muerte» y se comportaban y obraban de acuerdo con este principio. Estaban tan profundamente dominados por el sentimiento de amor hacia la patria, cultivado en la historia y en la tradición de su país, que no podían experimentar otra sensación. El ataque kamikaze tenía, ante todo, un significado espiritual, y cualquier piloto dotado de una normal habilidad estaba capacitado para llevar a cabo su misión de manera adecuada. Por ello no existía un método especial de adiestramiento, excepto el que consistía en hacer particular hincapié, ante los pilotos, sobre determinados factores que ya habían revelado tener una cierta importancia, en el curso de anteriores experiencias, en todos estos «ataques especiales». Sin embargo, puesto que los pilotos elegidos para estas misiones habían recibido una preparación un tanto limitada y tenían escasa experiencia de vuelo, eran sometidos a un curso de adiestramiento técnico intensivo, con el fin de ponerles en situación de aprender, en un tiempo mínimo, los elementos fundamentales del ataque kamikaze.
Por ejemplo, el programa que debían seguir los pilotos se dividía en breves y diversas fases: en primer lugar, el adiestramiento de los nuevos pilotos kamikaze tenía una duración de siete días, dedicando las dos primeras jornadas únicamente al ejercicio de despegue. Este tipo de ejercicio cubría el periodo de tiempo que iba desde el momento en que se impartía la orden para una misión hasta el momento en que los aparatos quedaban situados en formación de vuelo. Los dos días siguientes se dedicaban al vuelo en formación, mientras al mismo tiempo proseguían las prácticas de despegue. Los últimos tres días estaban dedicados, de manera especial, al estudio teórico y a los ejercicios prácticos de aproximación al objetivo y al ataque; entre tanto, continuaban también los ejercicios de despegue y de vuelo en formación. Sí aún se disponía de tiempo, se repetía el programa completo una segunda vez. Para los cazas ligeros y rápidos y para los bombarderos embarcados se adoptaron dos métodos de aproximación con vistas a los ataques especiales, métodos que se hablan revelado especialmente eficaces.
La aproximación debía realizarse a la máxima o la mínima altura posible. Aunque desde el punto de vista de la exactitud de la navegación y de la buena visibilidad hubiera sido preferible una altura media, se prefería renunciar a estas ventajas en consideración a otros factores. En efecto, la altura preferida estaba comprendida entre los 5500 y los 6500 metros. Cuanto mayor es la altura, más difícil se hace la interceptación por parte del enemigo; había que tener en cuenta la maniobrabilidad de un avión cargado con una bomba de 250 kilogramos. Por lo que respecta a la aproximación a muy poca altura los aparatos volaban lo más cerca posible de la superficie del mar, de manera que se retrasara al máximo su localización por los radares enemigos. En las postrimerías del año 1944 se consideraba que el radar americano tenía un alcance efectivo de 160 km a gran altura y de 30-50 km a baja altura. En las ocasiones en que se disponía de muchas unidades de ataque, se aplicaban simultáneamente.
Fuentes
La Segunda Guerra Mundial, - Ediciones Iberoaméricanas Quorum -1986
Así Fue la Segunda Guerra Mundial - Editorial Noguer - 1972
Así Fue la Segunda Guerra Mundial - Editorial Noguer - 1972
No hay comentarios:
Publicar un comentario