La erupción del Vesubio en el año 79 a.C. creó el infierno en la tierra para Pompeya y la vecina localidad costera de Herculano. De los habitantes de ésta solo quedaron algunos huesos. Un flujo volcánico a 400 grados arrasó con todo. Pero en Pompeya el menor calor generó costras de ceniza volcánica en torno a los retorcidos cuerpos de sus habitantes. En el siglo XIX, los arqueólogos inyectaron yeso en el vacío que dejó la muerte para crear moldes humanos
El relato detallado de esos momentos trágicos nos ha llegado en palabras de Plinio el Joven quien estuvo presente en la catástrofe durante la cual perdió la vida su tío el célebre naturalista Plinio el Viejo, almirante de la flota amarrada en Miseno, quien murió mientras trataba de socorrer a las víctimas del cataclismo en las playas de Estabia
Plinio el Joven cuenta a Tácito los terribles acontecimientos de aquellos días con estas palabras:
“Oía los gemidos de las mujeres, los alaridos de los niños, el clamor de los hombres, unos llamaban a gritos a sus padres, otros a sus hijos, otros a sus cónyuges y los reconocían por su voz; había quien lloraba su suerte y quien deploraba la de los suyos; muchos levantaban sus brazos invocando a los dioses; otros, en menor número afirmaban que no existían ya los doses y que aquella era la última noche del mundo…”
Su mundo desapareció en 24 horas. Vivían sin saber que bajo las laderas fértiles del Vesubio latía el germen de su propia destrucción, que llegó por sorpresa en el año 79 antes de Cristo. Los habitantes de Pompeya, entre 12.000 y 15.000 personas según se estima, y los de la vecina localidad costera de Herculano, con unos 4.000 habitantes, murieron sepultados por sus propios techos, asfixiados por los gases tóxicos de la erupción, o carbonizados por un flujo abrasador de roca y aire ardiendo que se abalanzó sobre Herculano a 30 metros por segundo y 400 grados de temperatura.
Una nube volcánica de 35 kilómetros llevó la oscuridad a la bahía de Nápoles. La falta de visibilidad impedía la huida a los pompeyanos, que tuvieron unas pocas horas más de vida. Pero su mundo había sido el del aire fresco que disfrutan los actuales visitantes cuando recorren sus calles ordenadas, con el volcán al fondo. Un universo urbano de placeres y gozos cotidianos.
Arqueólogos y turistas
En el año 79 d.C. Pompeya era una ciudad que en la actualidad consideraríamos pequeña (ocupaba unas 80 hectáreas), pero bastante importante en opinión de sus habitantes y de otros romanos.
Su historia se remonta a la época etrusca, y sus ciudadanos —unos 20.000— descendían de los pueblos prerromanos y de los colonos romanos que se establecieron en la zona cuando Roma extendió su dominación sobre la Campania, región fértil y rica. (imagen de un esqueleto de aquella época sepultado bajo las cenizas durante 1900 años).
Se alzaba a orillas del río Sarno, que en la actualidad carece de importancia pero que entonces permitía que Pompeya fuera el puerto en el que atracaban los buques mercantes que recogían los productos agrícolas y las manufacturas de la ciudad. Pompeya constituía uno de los centros a través de cuyos mercados y muelles la Campania mantenía contactos con el mundo exterior.
Las casas, en su tipo más sencillo, tenía una sola puerta a la calle, y estaba cerrada todo alrededor por altas paredes, privadas de ventanas y provistas sólo de altos y estrechos respiraderos hacia el exterior, que servían para la ventilación. Parecía, pues, una pequeña fortaleza. Desde la entrada, tras haber recorrido un estrecho corredor, se llegaba al patio central o atrio; alrededor de éste se abrían las habitaciones de alojamiento, los “cubicula”, y frente a la puerta estaba el “tablinum”, lugar de reunión de toda la familia.
Este tipo sencillo y austero de casa pompeyana, usado en los siglos IV y III a. C., se transformó, gracias a la influencia griega, en una casa más suntuosa, en una especie de verdadero y auténtico palacio. Pero, junto a la lujosa casa del rico patricio o del mercader enriquecido, estaba siempre la modesta habitación del pequeño artesano o del comerciante.
En el siglo XVIII, el descubrimiento de las ruinas de Pompeya provocó una auténtica conmoción entre los amantes de la Antigüedad. La ciudad había desaparecido del mapa entre el 24 y el 25 de agosto del año 79 d.C., cuando una mortífera erupción del Vesubio sepultó ésta y otras localidades del entorno, como Herculano y Estabia. A lo largo de los años se mantuvo el recuerdo de la existencia de unas ruinas antiguas en la zona, e incluso algunos se aventuraron a apuntar su localización a la luz de ciertos hallazgos. Pero no fue hasta 1738 cuando el futuro Carlos III de España, entonces rey de Nápoles, encargó a un ingeniero militar español, Roque Joaquín de Alcubierre, que iniciase las excavaciones. Esas primeras prospecciones se hicieron en la zona de Herculano, un punto especialmente dificultoso porque la ciudad había quedado sepultada bajo una capa solidificada de lava volcánica que llegaba a alcanzar los 26 metros de espesor. Por ello, pese a que se desenterraron algunas estatuas espléndidas, el monarca y sus asesores decidieron ampliar el alcance de la búsqueda. Fue así como, en 1748, se comenzó a excavar en la zona de la antigua Pompeya, si bien la ciudad no fue identificada como tal hasta mucho más tarde, en 1763.
Pompeya había quedado cubierta por una capa bastante menos gruesa de cenizas volcánicas solidificadas, tras la que se encontró otra mucho más ligera de lapilli (pequeñas piedras expulsadas durante una erupción volcánica); por ello, el acceso a las ruinas fue desde el principio mucho más fácil. Inicialmente los excavadores se sintieron decepcionados, pues no daban con las elegantes esculturas por las que suspiraba el rey. Durante dos años exploraron dos zonas opuestas de la ciudad, el anfiteatro y la vía de los Sepulcros. Tras una pausa, en el año 1755 se reanudaron los trabajos, siempre bajo la dirección de Alcubierre, que se mantuvo en el puesto hasta 1780. Los hallazgos se sucedieron: la villa de Cicerón, la finca de Julia Félix, más tarde el teatro Grande, el odeón, la villa de Diomedes y el templo de Isis. La expectación por los descubrimientos se extendió por toda Europa, y gran número de estudiosos, y también de simples curiosos –lo que hoy llamaríamos turistas–, empezaron a llegar al yacimiento para contemplar los edificios desenterrados, las estatuas y los primeros frescos que quedaban a la vista. El templo de Isis despertó especial interés; era el primer espacio sacro que se excavaba en Pompeya, el mejor conservado y, sobre todo, el primer santuario egipcio que podían ver con sus propios ojos los europeos, pues el viaje al país de los faraones no era factible en aquella época.
La vida en el hogar está ilustrada por delicados objetos, como una cuna de bebé de madera recuperada de la ira del volcán, o un banco para hacer una pausa en los paseos por los patios y jardines. En la calle, los residentes menos adinerados buscaban diversión en la tabernas como la de Salvio, de la que se salvaron algunos de los frescos más reveladores de la cotidianeidad pompeyana. «Aquí», exige un cliente al camarero. «No, me toca a mí», contesta otro. Las cocinas, un espacio menor en las casas, muestran las sopas y guisos de lentejas, alubias o cebolla que preparaban cuando estalló el Vesubio. La presencia de higos cuestiona la trágica fecha del 24 de agosto atribuida a Plinio, al ser octubre el mes de esta fruta.
Pompeya y la pequeña Herculano eran localidades cosmopolitas con una fuerte proporción de esclavos libres entre sus ciudadanos. Se estima que Pompeya debió tener entre 9 y 30 burdeles, la misma ciudad en cuyas paredes se han encontrado más de 50 graffitis con citas del poeta Virgilio.
Las desinhibidas escenas de sexualidad conyugal que muestran algunos de los frescos más llamativos hablan de equilibrio en las relaciones entre sexos. En un fresco encontrado en la Casa de Lucius Caecilus, la pareja parece entretenida con las posturas sexuales, ella de espaldas, desnuda y reclinada sobre él, mientras un esclavo difuminado al fondo espera sus instrucciones.
La pintura colgaba en el patio de la casa, a la vista de todos. Los romanos estaban muy habituados a las imágenes de erotismo y sexualidad, que a menudo veían más como símbolos de fertilidad, superstición o, simplemente, de humor.
Es ese sentido del humor el que explica algunas imágenes más subidas de tono, como el de un lascivo sátiro que sujeta el pecho de una ménade, o la estatua del dios Pan en lo que antiguamente se definía como ayuntamiento carnal con una cabra. Esta jocosidad conmocionó a los arqueólogos que la encontraron a mediados del siglo XVIII en un jardín de Herculano.
Es ese sentido del humor el que explica algunas imágenes más subidas de tono, como el de un lascivo sátiro que sujeta el pecho de una ménade, o la estatua del dios Pan en lo que antiguamente se definía como ayuntamiento carnal con una cabra. Esta jocosidad conmocionó a los arqueólogos que la encontraron a mediados del siglo XVIII en un jardín de Herculano.
En 1943, durante la segunda guerra mundial, una serie de bombardeos aliados dañaron seriamente los restos arqueológicos. Pero terminado el conflicto los trabajos se reanudaron a un ritmo intenso, aunque no siempre con el debido rigor; por ejemplo, los materiales desenterrados se utilizaron para la construcción de la autopista Nápoles-Salerno y como tierra fértil para los cultivos de la zona. Desde los años sesenta se han desenterrado tres nuevas casas: las de Fabio Rufo, Julio Polibio y de los Castos Amantes. Aun así, en la actualidad, 25 hectáreas del yacimiento, un tercio del total, aún no han visto la luz. Pero quizás el mayor reto para los arqueólogos sea la conservación de los edificios, mosaicos y frescos ya descubiertos, algo que resulta especialmente arduo en las condiciones de la actual crisis económica. Actualmente, un ferrocarril de cremallera conduce hasta el mismo cráter del volcán, siempre lleno de sugestión, pero siempre también humeante y amenazador. Nada hace suponer que el Vesubio haya cesado su actividad. Un observatorio vulcanológico situado próximo a él lo vigila atentamente, para prevenir al instante cualquiera de sus reacciones. La actividad del Vesubio no se ha extinguido, y su poder destructivo permanece latente, aunque Pompeya, Herculano y Estabia hayan quedado muy atrás…
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Fuentes
Grandes Civilizaciones del pasado: Roma Antigua (Anna Maria Liberati y Fabio Bourbon – Ed. Folio, 2005)
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