En 1798, Napoleón era un hombre flaco y enjuto de 28 años, devorado por la ambición y los sueños de gloria. Sus grandes victorias en Italia lo habían convertido en el ídolo de las masas y lo habían acostumbrado a mandar sin dar cuentas a nadie. Barras, su antiguo protector, dijo a sus colegas en el gobierno de Francia: «Promocionad a éste, o se promocionará a sí mismo». Lo cierto es que al Directorio –un gobierno colegiado de cinco miembros, que regía el país desde hacía cuatro años– le faltaba el prestigio que a Bonaparte le sobraba. Corrupción, golpes de Estado e insurrecciones habían marcado su trayectoria. La situación era tan inestable que Bonaparte tenía siempre un caballo ensillado por si tenía que partir a toda prisa. «Debería derrocarlos y proclamarme rey –confesaba el joven general–; pero aún no es el momento. Estaría solo».
Fue entonces cuando surgió la idea de la conquista de Egipto. Algunos miembros del Directorio, como Talleyrand, ministro de Asuntos Exteriores, pensaron que Francia podría establecer allí un dominio colonial. No sólo eso. Egipto podría ser la primera etapa de un proyecto más ambicioso: establecerse en la India, donde Gran Bretaña, el gran enemigo de la República francesa, gozaba de una amplia zona de influencia.
Bonaparte aceptó el desafío. Como
muchos contemporáneos se sentía atraído por el exotismo oriental; había leído
una obra muy popular por entonces, el Viaje a Egipto y Siria de ConstantinVolney, publicada en 1794, la mejor fuente de información sobre Egipto.
Bonaparte conoció a Volney, pero obvió una advertencia del libro: «Si los
franceses se atreviesen a desembarcar allí, turcos, árabes y campesinos se
armarían contra ellos [...]. El fanatismo ocuparía el lugar de la habilidad y
el coraje». En realidad, Bonaparte sólo quería mantener su popularidad con
nuevas victorias, y si no las obtenía en Europa sería en África. «Quiero
sorprender una vez más al pueblo [...]. Iremos a Egipto».
El 18 de mayo de 1798 partía de
Tolón la impresionante armada francesa con destino a Egipto, compuesta por más
de cincuenta navíos de guerra y 280 barcos para el transporte de tropas; en
total, unos 40.000 hombres. Con los soldados también iban 167 científicos con
la misión de estudiar todos los aspectos de la historia y la situación presente
de Egipto. La armada se detuvo en Malta una semana, el tiempo que Bonaparte
necesitó para arrebatar la isla a la orden de San Juan de Jerusalén. Luego
continuó viaje hacia Egipto.
Alejandría se rinde
El 1 de julio, y a pesar del mar
embravecido, Napoleón desembarcó cerca de Alejandría La operación se llevó a
cabo con éxito porque nadie acudió a combatirles; los espías otomanos habían
descubierto el plan francés, pero no tomaron medidas. Tampoco reaccionaron los
mamelucos, la casta de guerreros mercenarios establecidos en el país desde
hacía siglos. Éstos reconocían al sultán de Estambul como soberano nominal y le
enviaban un tributo anual, pero actuaban con total independencia y y gobernaban
el país a su antojo. Bajo su dominio, las defensas de Alejandría –con 25.000
habitantes, la décima parte de los que tuvo en sus tiempos de esplendor– se
reducían a unas murallas ruinosas, veinte jinetes mamelucos, quinientos
infantes egipcios, un par de cañones y muy poca pólvora.
Aun así, cuando los franceses
llegaron a Alejandría se produjo una dura lucha. El general Menou recibió siete
heridas al cruzar las murallas, pero al final los franceses forzaron las
brechas. Bonaparte ofreció una rendición pactada y liberó a setecientos
esclavos árabes procedentes de Malta. Al ver su generosidad, otras poblaciones,
como Rosetta, se rindieron sin luchar e incluso expulsaron a los odiados
gobernadores mamelucos.
Tras la toma de Alejandría por parte de las tropas
francesas, Napoleón se dirigió con sus tropas hacia El Cairo.
Camino de El Cairo
Los invasores ya disponían de una
sólida cabeza de puente, pero escaseaban las provisiones. El viaje de Alejandría
hasta El Cairo fue un vía crucis para los
soldados franceses por las elevadas temperaturas y la
falta de agua. Un general escribía a un amigo: «Jamás lograría describirte el
horrible país que fuimos a conquistar».
Algunos soldados se suicidaron por
culpa de la sed. Además, en El Cairo, el gran muftí, la principal autoridad
religiosa del país, publicó una sentencia o fatua en la que llamaba a todos los
verdaderos musulmanes a atacar a los infieles. Así, las aldeas ya no recibieron
a a los franceses como libertadores y fueron acosados por los beduinos.
El 12 de julio, en Shubra Khit, unos
130 kilómetros al sur de El Cairo, el principal caudillo mameluco, Murad Bey,
lanzó su primer ataque. Pronto se vio que la causa mameluca era desesperada.
Aquellos soberbios jinetes cargaban en desorden, disparando sus carabinas al
galope con cierta precisión; luego descargaban dos pistolas y embestían con la
lanza y con afiladas cimitarras, capaces de cortar en dos a un hombre. Ese
coraje de nada les sirvió frente a una infantería disciplinada que formaba
cuadros cerrados erizados de bayonetas. Tras sufrir grandes bajas sin apenas
causar daño al enemigo, Murad volvió a El Cairo.
Una vez que Napoleón divisó las pirámides, otorgaría un día
de descanso a las tropas. Esto sería el 19 de julio, dos días antes de la
famosa Batalla de las Pirámides.
La mañana del 21 de julio, las tropas francesas, bajo las
órdenes de Bonaparte, marcharon con el fin de anexar El Cairo al territorio
francés. A su llegada, justo cuando podían observar los minaretes de la ciudad,
observaron el gran ejército de Murad Bey, apoyado por otras tropas a orillas
del Nilo.
Como desde las posiciones francesas
se veían las pirámides, Bonaparte, con fino instinto para la propaganda,
decidió que aquella no sería la batalla de Embabeh ni la batalla de El Cairo,
sino la batalla de las Pirámides. En su arenga antes de la batalla, dijo:
«Soldados, cumplid con vuestro deber; desde esos monumentos cuarenta siglos de
historia os contemplan».
La Batalla de las Pirámides
Aunque los Mamelucos eran superiores en número, lo cierto es
que los franceses contaban con mejor tecnología, algo que no era muy difícil
pues tan sólo usaban espadas, arcos y flechas. Sumado a esto tenemos el factor
de la división de dichas tropas, pues el Nilo se encontraba entre las fuerzas
de Murad, atrincherado en Embebeh, e lbrahim Bey, en campo abierto. Ibrahim Bey, segundo líder mameluco, pensó usar el Nilo como
foso, forzando a Napoleón a un arriesgado asalto frontal anfibio. Pero Murad
despreciaba a los invasores y cruzó el Nilo impetuosamente, cargando más allá
del alcance de su propia artillería. Los orgullosos mamelucos fueron
destrozados por las descargas de la infantería francesa. Todo acabó en un par
de horas.
Observando la estampa, Napoleón se dio cuenta de que la
única tropa que podría hacerle daño era la caballería, pues su ejército no
contaba con mucha. De esta forma, estudiando la situación, se vería obligado a
ir a la defensiva. Organizaría su ejército en cuadrados huecos con artillería,
caballería y equipajes en su centro. Cada vez que la caballería mameluca
buscaba huecos para atacar, su artillería disparaba. De esta forma conseguiría
entrar en el campamento egipcio de Embebeh, obligando al ejército egipcio a
escapar.
Esta batalla haría que Francia ocupara El Cairo y el bajo
Egipto. Como consecuencia, el ejército mameluco se desplazaría a Siria con el
fin de reorganizarse.
Otra consecuencia directa fue el final de 700 años de
mandato mameluco en el país. Aun así, lo cierto es que a Bonaparte le duraría
poco la alegría, pues tras esta victoria, el almirante Horatio Nelson lo
derrotaría 10 días después en la famosa Batalla del Nilo, acabando por tanto
las intenciones de Bonaparte por conquistar Oriente Medio.
En el nombre de Alá
Cuando Bonaparte entró en El Cairo
se encontró con una ciudad de 250.0000 habitantes, caótica y deprimida. Los
viajeros hablaban de «calles estrechas, sin pavimentar y sucias, casas oscuras
a menudo en ruinas, incluso los edificios públicos parecen mazmorras. Las
tiendas son poco mejores que los establos, el aire está lleno de polvo y del
hedor de la basura». Bonaparte ordenó construir hospitales, exterminó las
jaurías de perros callejeros, organizó la recogida de basuras... Hasta
introdujo el alumbrado público. Para atraerse a las élites intentó crear un
Diván o consejo de gobierno. En sus proclamas –editadas en una imprenta de
tipos árabes confiscada al papa, la primera que se usó en Egipto– invocaba a
Alá y en alguna ocasión llegó a ponerse un vestido árabe.
Pero los egipcios recelaban del
dominio francés y la mayoría de la población era hostil. Un nuevo impuesto
sobre la propiedad, sumado a un censo que dificultaba escapar a los
recaudadores, contribuyó a exaltar los ánimos. Así, cuando el sultán otomano
llamó a la guerra santa, estalló la revuelta en forma de caza de europeos.
Bonaparte respondió con una represión implacable: cañoneó la ciudad, saqueó la
mezquita de Al-Azhar e hizo decapitar a ochenta de los cabecillas del motín.
Una expedición fracasada
Napoleón siempre recordaría la
expedición de Egipto como una aventura romántica y exótica, a la manera de
Alejandro Magno. Pero lo cierto es que, en términos militares, fue un fracaso.
La flota británica, mandada por Nelson, sorprendió a los franceses en la rada
de Abukir y destruyó totalmente su armada. El general Desaix emprendió una
fatigosa campaña Nilo arriba persiguiendo a Murad, que finalmente se pasó al
bando francés.
En febrero de 1799, Bonaparte se
internó en Siria buscando un choque decisivo con los otomanos. Las tropas, tras
extenuantes travesías por el desierto, debieron luchar duramente para tomar
plazas como El Arish y Jaffa. En esta última, Bonaparte cometió uno de los
actos que más han empañado su reputación: la ejecución de tres mil prisioneros
turcos a los que no podía alimentar, pero tampoco liberar porque si lo hacía
volverían a enfrentarse a él. Su ejército llegó hasta San Juan de Acre, plaza
defendida por turcos y británicos que resistió todos los asaltos franceses. El
21 de mayo, Napoleón tuvo que retirarse y aunque organizó una entrada triunfal
en El Cairo, todos sabían que la expedición había sido un fracaso.
Semanas después, a Bonaparte se le
presentó la ocasión de resarcirse. En julio, los turcos desembarcaron un
ejército en la bahía de Abukir, al mando de Sayd Mustafá Pachá. El ejército
otomano era superior en número, pero una carga de caballería del general Murat sembró el pánico en sus filas. Muchos intentaron salvarse nadando hacia los
buques británicos. Pese a la victoria, la situación francesa no era buena:
seguían varados en Egipto, sin poder volver por mar a Francia a causa del
bloqueo de la armada británica y turca, a la que incluso se sumaron los rusos.
Una flota española de veintiún buques que iba a ayudar a Napoléon fue también
bloqueada por los británicos.
Los periódicos europeos que llegaron
al campamento francés hablaban de la desesperada situación de Francia: los
rusos habían entrado en Italia y destruido los logros obtenidos por Napoleón,
Francia estaba a punto de ser invadida y el Directorio se mostraba inoperante.
Regreso a Francia
Bonaparte decidió regresar como fuera y la noche del 22 de agosto se embarcó en
Alejandría rumbo a Europa. De hecho, Bonaparte estaba desertando de su puesto,
un delito punible con la muerte, y lo cierto es que sus tropas se sintieron
traicionadas. Ni siquiera se despidió del general Kléber, al que había
designado sucesor, temiendo sus reproches. Napoleón llegó a Francia el 9 de
octubre de 1799. Un mes más tarde, el 18 de brumario según el calendario de la
Revolución, ya era el amo de Francia. Egipto y la India sólo fueron un sueño.
Un viejo mito egipcio-moderno inventó una despiadada
idea, que Napoleón Bonaparte utilizó a la esfinge de Giza como blanco para una
práctica de tiro, se dice que así la dañó y fue culpa del francés.
Lejos está la realidad de esta historia que aun hoy en día
los guías turísticos les venden a los turistas que sorprendidos no pueden creer
semejante salvajada del no tan petiso emperador.
La esfinge data del 2500 antes de cristo, se supone que
bajo el gobierno del faraón Khafra (Kefrén, su padre fue Keops), a la vez
constructor de la segunda pirámide de Giza.
Más allá de este anti-occidentalismo la rotura facial de
la Esfinge es más antigua, durante siglos la esfinge fue
maltratada por los hombres, en 1380 por los gobernantes musulmantes que según
una interpretación del Coran debían destrozar toda imagen de culto, es más, hoy
día las representaciones de Mahoma estan completamente prohibidas, es fácil
encontrar en templos antiguos y mezquitas anteriores a esta época imagenes del
profeta que luego fueron tachadas, al menos en su rostro.
A la esfinge le falta la nariz. Hay muchas leyendas al
respecto culpando de la fechoría desde a las fuerzas de napoleón que la
destruyeron a cañonazos, a los mamelucos o incluso a las tropas inglesas.
Todas ellas son falsas. Frederic Louis Norden dibujó en 1737 unos bocetos de la esfinge que fueron publicados en 1755, en los que ya carecía de nariz.
La movida iconoclasta tiene muchas más chances de ser el motor de la agresión contra la Esfinge que un dictador francés enamorado el imperio Egipcio que se llevó más material arqueológico a sus tierras que constrastan con el burdo ataque ¿cómo un estudioso de una cultura la destrozaría como blanco de sus cañones para una práctica de tiro? poco creíble.
Los mamelucos en el siglo XVIII siguieron con el maltrato al rostro de la Esfinge, Napoleón debe ser exonerado de semejante injuria.
Si miramos de cerca el hueco de la nariz podemos ver la
huella de dos cinceles de gran tamaño, uno que entra desde arriba y otro desde
la aleta derecha. El historiador egipcio al-Maqrizi (siglo XV) le atribuyó a Muhammad Sa’im al-Dahr, un
musulman sufista, la mutilación de la esfinge al ver cómo los campesinos la
adoraban y realizaban ofrendas. Su enfado al presenciar esta adoración por una
imagen fue tal que ordeno que la desfigurasen.
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Fuentes
Encyclopedia Americana (1995)
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