En 1825 el gobierno del Imperio del Brasil tras alegar que las Provincias Unidas del Río de la Plata apoyaron el desembarco de los Treinta y Tres Orientales, reforzó sus tropas en la Provincia Oriental y declaró bloqueados todos los puertos de las Provincias Unidas. Consecuentemente el 4 de noviembre de 1825 el general Juan Gregorio de Las Heras declaró rotas las relaciones diplomáticas con el Brasil y acto seguido el Imperio declaró la guerra, el 10 de diciembre de 1825, la cual duró tres años.
El 21 de diciembre de 1825 una poderosa escuadra imperial al mando del vicealmirante Rodrigo José Ferreira de Lobo bloqueó Buenos Aires. Por su parte el gobierno de Buenos Aires reconcentró en la costa del Uruguay un cuerpo de ejército a las órdenes del general Martín Rodríguez; hizo construir algunas baterías sobre el Paraná bajo la dirección del mayor Martiniano Chilavert y el 12 de enero de 1826 le confirió, a Guillermo Brown, con el grado de coronel mayor, el mando de la escuadra integrada por muy escasas fuerzas: los bergantines "General Balcarce" y "General Belgrano" y una vieja lancha cañonera, la "Correntina". Demostró entonces Brown otra faceta brillante de su capacidad: la organización; 12 lanchas cañoneras fueron inmediatamente incorporadas y al poco tiempo se incrementó el número de buques mediante la adquisición de la fragata "25 de Mayo"; los bergantines "Congreso Nacional" y "República Argentina" y las goletas "Sarandí" y "Pepa".
goleta "Sarandí" |
Mientras la atención se contraía a lo largo de los ríos que limitaban por el lado argentino lo que, según todas las probabilidades, sería el teatro de la guerra, el Imperio preparaba una invasión por la costa sur de Buenos Aires y trabajaba en su favor el ánimo de algunos caciques de los indios que permanecían en son de guerra desde la última expedición del general Rodríguez. Apercibido de ello el gobierno se apresuró a conjugar ese doble peligro que podría reducir el territorio de Buenos Aires a los extremos más difíciles.
Al efecto el ministro García llamó al coronel Juan Manuel de Rosas y le manifestó que el gobierno tenía las pruebas de que los imperiales querían apoderarse de Bahía Blanca y de Patagones para concitar a los indios a que penetrasen en Buenos Aires y obligar al gobierno a distraer hombres y recursos. Que en vista de esto, el gobierno le ordenaba se trasladase a la costa sur, se valiese de su influencia sobre los caciques para impedir que se aliasen con los imperiales y pusiese en estado de defensa aquellos dos puntos amenazados. Esta comisión era tan importante como urgente, pues las autoridades de Patagones acababan de apresar a cuatro oficiales imperiales que habían bajado de una corbeta surta en ese puerto.
El gobierno había encomendado poco antes a Rosas el negociado pacífico con los indios, y nombrándolo enseguida en unión del coronel Juan Lavalle y de Felipe Senillosa para que midiesen la nueva línea de fronteras. Terminado el encargo de estos últimos, Rosas continuó en la negociación con los indios hasta que en virtud de las circunstancias apremiantes que el gobierno ponía de manifiesto, envió algunos indios y a dos indias de cuyos hijos él era padrino, para que invitasen a los caciques Pampas, Tehuelches y Ranqueles a un gran parlamento que tendría lugar más allá del Tandil, y muy principalmente a los caciques Chañil, Cachul y Lincon que se obstinaban hasta entonces en no aceptar ningún arreglo. No sin vencer grandes dificultades tuvo lugar el parlamento, con asistencia de los caciques nombrados, bajo la fe del compromiso personal que Rosas contrajera de que había de cumplirse lo que estipularan. Rosas se dirigió solo al campamento de los indios y arregló allí la fijación de la línea de frontera, comprometiéndose aquéllos a permanecer en paz con el gobierno.
Seguro que estos caciques no moverían sus toldos (que no los movieron durante la guerra con el Brasil), Rosas se concentró entonces en defender los puntos amenazados. Engrosó con 200 hombres los piquetes de voluntarios y de blandengues que al mando del capitán Molina guarnecían Patagones. Reforzó la batería de la costa con cuatro cañones bien dotados. Sitió cerca de ese punto varios toldos de indios amigos, y puso estas fuerzas a las órdenes del coronel Francisco Sosa. Con ellas y con las que comandaba el coronel Estorba en Bahía Blanca, y alejado el peligro de que los indios se entendiesen con los imperiales, era muy difícil que éstos pudieran penetrar con ventaja por esa costa.
Las tropas imperiales sufrieron, en efecto, un ruidoso fracaso. Durante la noche desembarcaron como 700 hombres en la costa entre Bahía Blanca y Patagones, con el intento de sorprender la guarnición de este último punto. Los sintió Luis Molina, antiguo soldado de San Martín y hombre de valer entre los indios, como que a sus aventuras en la vida del desierto, unía la circunstancia de ser casado con la hija del cacique Neukapan, uno de los que Ramos Mejía había reducido en Kaquel. Este y el coronel Sosa diseminaron sus fuerzas formando un extenso semicírculo en la costa escarpada y crespa de totorales, cangrejales, etc., y antes de venir el día le prendieron fuego al campo. Los imperiales fueron presa de las llamas y los que se salvaron de éstas, o murieron a manos de los republicanos, o fueron hechos prisioneros. El capitán Juan Bautista Thorne completó este suceso apoderándose con su bergantín de la corbeta Icapavari, cuya tripulación había bajado a tierra para asegurar más el éxito de la invasión.
Los imperiales no fueron por entonces más felices en los ríos, con ser que se pretendían dueños del Plata y sus afluentes. En los últimos días de mayo de 1826 el bergantín argentino Balcarce, las goletas Sarandí, Pepa y Río, dos cañoneras y dos transportes, se habían abierto paso hasta Las Conchillas desembarcando allí fuerzas del ejército de operaciones. Para vengar este fracaso, la escuadra imperial se acercó en el mediodía del 11 de junio a Los Pozos, donde estaba fondeada parte de la flota argentina.
El combate
Frente a lo que es hoy la Dársena Norte, en Buenos Aires, a tres millas de la costa se encuentra el lugar que se llamaba Los Pozos. Fue allí donde en la mañana del 11 de junio de 1826 el almirante Guillermo Brown, al mando de una flotilla compuesta por once barcos, enfrentó a la poderosa escuadra del Imperio del Brasil.
La acción se libró a la vista de la población de la capital, que desde temprano había ganado lugares en las barrancas del río y azoteas próximas para presenciar el combate. Fácil era advertir desde la orilla los buques enemigos que en amenazante actitud y en evidente superioridad numérica aguardaban a las naves de Brown. Se sabía que nuestro almirante estaba decidido a embicar o volar su escuadra antes de rendirla.
El día amaneció muy despejado y la corriente del río favorecía a las fuerzas brasileñas. El avance fue despacioso; las corbetas tuvieron que dar remolque a los barcos mayores.
Brown aguardó sereno el ataque y momentos antes de comenzar la lucha dio esta proclama:
Marinos y soldados de la República; Veis esa enorme montaña flotante. Son 31 buques enemigos.} Mas no creáis que vuestro general abriga el menor recelo, pues no duda de vuestro valor y espera que imitaréis a la “25 de Mayo”, que será echada a pique antes de rendirla. Camaradas: ¡Confianza en la victoria, disciplina y tres Viva la Patria!”.
A mediodía la armada brasileña llegó a la rada y prosiguió su avance hacia Los Pozos. Pero una hora más tarde dos de los barcos, la “Nictheroy” y la “María da Gloria”, se vieron obligados a fondear por falta de agua. Fue entonces cuando el jefe de la escuadra brasileña, se trasladó a la “Itaparica”.
A las 13.45 subió al palo mayor de la nave capitana argentina una última orden: “Fuego rasante, que el pueblo nos contempla”, y se empeñó la acción en toda la línea. Los tiros atronaban el espacio, pero no daban en el blanco debido a la distancia que guardaba una escuadra de otra. Como las aguas continuaron bajando, cinco barcos enemigos se vieron obligados a fondear, y sólo quedaron en línea de combate las embarcaciones de menor calado. Este nuevo contratiempo irritó aún más al jefe de la escuadra brasileña, que se trasladó durante el cañoneo al “Caboclo” y más tarde a la goleta “Paula”, para coordinar con sus jefes un nuevo ataque empleando los barcos menores, pero desistió de su propósito en vista de que éstos se encontraban muy dispersos.
A esta altura de la lucha se vio avanzar del lado de Colonia a la división Rosales, que por encima del banco de Las Palmas acudía en auxilio de sus compatriotas. El almirante Brown, ante la superioridad del enemigo, le había enviado orden de incorporársele a toda costa. los brasileños, al divisarla, destacaron enseguida al “Caboclo” y varios buques menores, pero no llegaron a interceptarle el paso y sólo cambiaron algunos cañonazos con la “Río” y el “Balcarce”.
Brown por su parte había dado orden de suspender el fuego, y recién en esos momentos, al disiparse el humo, advirtió el peligro que corrían las fuerzas al mando de Rosales. Sin demora se embarcó en una cañonera y seguido de seis barcos se lanzó tras los brasileños. La “Nictheroy” parecía haber varado y la flotilla se acercó a ella cuanto pudo para hostigarla con sus tiros hasta que Rosales consiguió arribar.
La escuadra brasileña, pasadas las cuatro de la tarde, acentuó aún más su retirada y fondeó ya de noche a varias millas de distancia.
Horas después, Brown y sus valientes marinos desembarcaron provocando su llegada las más entusiastas manifestaciones, tanto de las autoridades como del pueblo, tributándoseles toda clase de homenajes. Las damas porteñas, para testimoniar la admiración que tan grande hazaña había despertado, obsequiaron al almirante con una bandera de seda que en letras bordadas en oro decía: “Once de Junio”.
Estas ventajas navales contrastaban con la inercia en que permanecía el ejército imperial. Otro tanto pasaba en el ejército argentino, bien que esto se atribuía a últimos arreglos que hacía el general Las Heras para ir a mandarlo en jefe. Y quizá por esto renunció el gobierno provisorio que desempeñaba, e insistió en su renuncia encareciéndole al Congreso que estableciese el ejecutivo nacional permanente. En la necesidad de sustituir al general Las Heras, el Congreso creó por ley del 6 de febrero de 1826 el Poder Ejecutivo y por unanimidad menos tres de sus miembros nombró a Bernardino Rivadavia presidente de las Provincias Unidas.
Al combate de Los Pozos le siguió el de Quilmes. Allí fue cuando el Almirante se ganó el apodo de “El Loco”. Nadie esperaba la victoria ese 29 de julio. El único que estaba convencido de ella era Brown.
El Presidente Bernardino Rivadavia daba la espalda a la sangre patriota derramada y escribía a Río de Janeiro al Ministro Manuel José García, dándole instrucciones de buscar la paz con el Imperio del Brasil a cualquier precio. El General José de San Martín comentó con posterioridad a su amigo Tomás Guido, luego de que le propusieran tomar el mando del país para salvar la causa unitaria:
“…Por otra parte, los autores del movimiento del 1° de diciembre son Rivadavia y sus satélites y a Ud. le constan los inmensos males que estos hombres han hecho no sólo a este país, sino al resto de América con su infernal conducta. Si mi alma fuese tan despreciable como las suyas, yo aprovecharía esta ocasión para vengarme de las persecuciones que mi honor ha sufrido de estos hombres; pero es necesario señalarles la diferencia que hay de un hombre de bien, a un malvado…”
Daguerrotipo de G. Brown |
Cuando Rosas llegó al poder y la soberanía nacional se vio amenazada por los franceses primero y los ingleses después, el viejo Almirante abandonó una vez más la tranquilidad de su quinta para servir a la Patria.
Guillermo Brown murió el 3 de marzo de 1857.
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