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viernes, 30 de octubre de 2015

Sir Alexander Fleming

Alexander Fleming
Muchos de los más destacados descubrimientos en la historia han sido el resultado de una caprichosa combinación de observación, curiosidad y azar en contacto con mentes inquietas capaces de interrogarse sobre los fenómenos más corrientes. Las manzanas siempre han caído de los árboles, pero sólo la contemplación y la pregunta correcta le permitieron a Isaac Newton deducir de la caída perpendicular del fruto de un árbol de su jardín la ley de gravitación universal. ¿A quién no se le ha rebalsado una olla al introducir en ella los alimentos sin sospechar siquiera el principio de Arquímedes? ¿Cuántos lamentos se nos han escapado al escuchar el pitido de la pava hirviendo en el fuego sin la más mínima conexión de este simple hecho con la máquina a vapor?

Algo similar puede decirse de Alexander Fleming y su descubrimiento de la penicilina, uno de los grandes aportes a la medicina del siglo XX, que contribuyó a aumentar la esperanza de vida en todo el mundo, logrando el control de numerosas enfermedades y la erradicación de la sífilis, una de las principales causas de mortandad desde el siglo XV.

Pocos descubrimientos han contribuido tanto como la penicilina (y sus antibióticos derivados) a la salud mundial de la población. La penicilina ha salvado –y continúa salvando– a millones de personas en todo el mundo. La penicilina fue, sin dudas, uno de los descubrimientos más importantes del siglo XX.


Su vida

Fleming fue el tercer hijo del matrimonio entre Hugh Fleming y su segunda esposa, Grace Stirling Morton. Asistió a las escuelas Loudoun Moor School y Darvel School, y luego obtuvo una beca para estudiar durante dos años en la Academia Kilmarnock. Cumplidos los trece años, se trasladó a vivir a Londres con un hermanastro que ejercía allí como médico. Completó su educación con dos cursos realizados en el Polytechnic Institute de Regent Street, empleándose luego en las oficinas de una compañía naviera. En 1900 se alistó en el London Scottish Regiment con la intención de participar en la Guerra de los Boers, pero ésta terminó antes de que su unidad llegara a embarcarse. A los 20 años, heredó una pequeña suma de dinero de su tío John Fleming. El hermano mayor de Alexander fue él quien lo motivó para que se enrolara en la St. Mary´s Hospital Medical School en Paddington, Londres, institución con la que, en 1901, inició una relación que había de durar toda su vida. Fue así como, en 1906, se recibió de médico con una distinción.


En 1906 entró a formar parte del equipo del bacteriólogo sir Almroth Wright, pionero en vacunas e inmunología, con quien estuvo asociado durante cuarenta años. En 1908, Alexander completó una licenciatura en ciencias (BSc), con medalla de oro, y comenzó a dar clases en St. Mary´s, actividad que sostuvo hasta 1914. 

Curiosamente, la futura eminencia se incorporó al Servicio de Inoculación del Hospital Santa María de Londres –dirigido por el reconocido bacteriólogo Sir Almroth Wright- de pura casualidad. No fueron sus brillantes calificaciones ni la medalla de oro que obtuvo al graduarse en 1908, sino sus habilidades en una destreza que nada tenía que ver con la medicina: el tiro al blanco. En efecto, el servicio de bacteriólogos deseaba perfeccionar su equipo de tiro y al averiguar entre los graduados apareció un tal Alexander Fleming, quien a fines del siglo XIX se había alistado como voluntario en un regimiento de escoceses para pelear en la Guerra de los Bóeres

En 1915 se casó con Sarah Marion McElroy, irlandesa y enfermera con quien tuvo un hijo, Robert Fleming. 

Alexander participó de la Primera Guerra Mundial como capitán del Royal Army Medical Corps, y trabajó en los hospitales de campaña del frente occidental de Francia. En 1918, al culminar la guerra, retornó a St. Mary´s. Fue nombrado profesor de Bacteriología de la Universidad de Londres en 1928, y profesor emérito en 1948, aunque ocupó hasta 1954 la dirección del Wright-Fleming Institute of Microbiology, fundado en su honor y en el de su antiguo maestro y colega. Además, fue elegido miembro de la Royal Society en 1943, y nombrado caballero en 1944. También fue miembro de la Pontificia Academia de Ciencias.

Aunque con un cierto retraso, la fama alcanzó por fin a Fleming, quien fue elegido miembro de la Royal Society en 1942, recibió el título de Sir dos años más tarde y, por fin, en 1945, compartió con Florey y Chain el premio Nobel. 

Fleming fue miembro del Chelsea Arts Club, un club privado para artistas fundado en 1891 por sugerencia del pintor James McNeil Whistler. Se cuenta como anécdota que Fleming fue admitido en el club después de realizar "pinturas con gérmenes", pinturas que consistían en pincelar el lienzo con bacterias pigmentadas, las cuales eran invisibles mientras pintaba pero surgían con intensos colores una vez crecidas después de incubar el lienzo. Las especies bacterianas que utilizaba eran:
  • Serratia marcescens - rojo
  • Chromobacterium violaceum - púrpura
  • Micrococcus luteus - amarillo
  • Micrococcus varians - blanco
  • Micrococcus roseus - rosa
  • Bacillus sp. – naranja
La primera mujer de Fleming, Sarah, murió en 1949. Su único hijo, Robert Fleming, se convirtió en un médico clínico. Luego de la muerte de Sarah, Alexander se casó con Amalia Koutsouri-Vourekas, una colega griega del St. Mary's, el 9 de abril de 1953. Poco después, en 1955, Alexander Fleming murió en su casa de Londres, a los 74 años, como consecuencia de un ataque cardíaco. Fue enterrado en la catedral de St. Paul.


Su obra

A su regreso de la Primera Guerra Mundial, donde presenció la muerte de muchos soldados como resultado de infecciones en sus heridas, Alexander se dedicó a buscar nuevos agentes antibacterianos. En un artículo que envió a la revista The Lancet durante la guerra, describió cómo los antisépticos eran poco efectivos para lastimaduras profundas debido a que, si bien lograban eliminar las bacterias superficiales, no eran capaces de penetrar como para llegar a eliminar las bacterias alojadas en lo profundo de la herida. Finalmente, terminaban siendo incluso perjudiciales para los pacientes.

La carrera profesional de Fleming estuvo dedicada a la investigación de las defensas del cuerpo humano contra las infecciones bacterianas. Su nombre está asociado a dos descubrimientos importantes: la lisozima y la penicilina. El segundo es, con mucho, el más famoso y también el más importante desde un punto de vista práctico: ambos están, con todo, relacionados entre sí, ya que el primero de ellos tuvo la virtud de centrar su atención en las substancias antibacterianas que pudieran tener alguna aplicación terapéutica.

En 1922 Fleming hizo su primer gran aporte a la microbiología, aunque hoy no es recordado por ello. Fleming descubrió la lisozima en 1922, cuando puso de manifiesto que la secreción nasal poseía la facultad de disolver determinados tipos de bacterias. Probó después que dicha facultad dependía de una enzima activa, la lisozima. Sin embargo, esta enzima no es capaz de destruir las bacterias que provocan las principales enfermedades que azotaban a la población de la época. A pesar de esta limitación, el hallazgo fue de gran valor para Alexander ya que demostraba la existencia de sustancias inofensivas para las células del organismo pero letales para las bacterias

Así, el hallazgo se reveló altamente interesante, puesto que demostraba la posibilidad de que existieran sustancias que, siendo inofensivas para las células del organismo, resultasen letales para las bacterias. A raíz de las investigaciones emprendidas por Paul Ehrlich treinta años antes, la medicina andaba ya tras un resultado de este tipo, aunque los éxitos obtenidos habían sido muy limitados.

La casualidad que lo consagraría a la fama se produjo el 3 de septiembre de 1928, cuando Alec –como lo llamaban amigos y colegas- estudiaba los gérmenes que causaban la supuración. Estaba estudiando las propiedades del Staphylococcus, un género de bacterias que está presente en la piel y la mucosa de los humanos y que causa –como consecuencia de la producción de toxinas– una serie de enfermedades tales como diarrea, vómitos y náuseas, entre otras. Ese día, Alexander volvió de un mes de vacaciones junto con su familia y se dirigió a los cultivos que había dejado sobre la mesada del laboratorio. Se encontró con que una de las placas estaba contaminada con un hongo, una masa recubierta de vellosidades similar a la que recubre al queso cuando comienza a pudrirse, y que no había colonias de Staphylococcus en la región adyacente al hongo, pero sí en las zonas más alejadas. 




Su meticulosidad le llevó a observar el comportamiento del cultivo, comprobando que alrededor de la zona inicial de contaminación, los estafilococos se habían hecho transparentes, fenómeno que Fleming interpretó correctamente como efecto de una substancia antibacteriana segregada por el hongo.

Otro científico en su lugar hubiera probablemente desechado la muestra, pero Fleming la conservó y pronto descubrió que las placas contaminadas por el hongo se transformaban. Los estafilococos en contacto con el moho eran más pequeños y comenzaban a degenerarse, cambiaban de color, se agrietaban y algunos se disgregaban hasta su disolución total. 

Años más tarde Fleming se refería en estos términos al carácter azaroso de su hallazgo: 
“Es cierto que todos los bacteriólogos han visto sus placas de cultivo contaminadas con mohos. También es probable que algún bacteriólogo haya advertido cambios similares a los apreciados por mí, pero no hay duda de que en ausencia de un interés especial en la búsqueda de sustancias antibióticas naturales, las placas hubieran sido separadas para su limpieza” 
Advirtió que se encontraba frente a un fenómeno de antibiosis -de donde derivará el término antibiótico-, una lucha cuerpo a cuerpo entre los gérmenes de la supuración y el hongo invasor. Pronto pudo identificar al hongo capaz de inhibir el desarrollo de los estafilococos. Se trataba del Penicillium. De ahí que llamara penicilina a la substancia antibacteriana que el hongo segregaba en el cultivo.

Una vez aislado éste, Fleming supo sacar partido de los limitados recursos a su disposición para poner de manifiesto las propiedades de dicha substancia. Así, comprobó que un caldo de cultivo puro del hongo adquiría, en pocos días, un considerable nivel de actividad antibacteriana. Realizó diversas experiencias destinadas a establecer el grado de susceptibilidad al caldo de una amplia gama de bacterias patógenas, observando que muchas de ellas resultaban rápidamente destruidas; inyectando el cultivo en conejos y ratones, demostró que era inocuo para los leucocitos, lo que constituía un índice fiable de que debía resultar inofensivo para las células animales.

Ocho meses después de sus primeras observaciones, Fleming publicó los resultados obtenidos en una memoria que hoy se considera un clásico en la materia, pero que por entonces no tuvo demasiada resonancia. Pese a que Fleming comprendió desde un principio la importancia del fenómeno de antibiosis que había descubierto (incluso muy diluida, la substancia poseía un poder antibacteriano muy superior al de antisépticos tan potentes como el ácido fénico), la penicilina tardó todavía unos quince años en convertirse en el agente terapéutico de uso universal que había de llegar a ser.

Poco después logró demostrar la escasa o nula toxicidad del segregado del hongo en los animales y en los seres humanos. Sin embargo, como a menudo sucede con los grandes descubrimientos de la historia, el genial hallazgo debió esperar una década para recibir la debida atención de la comunidad médica. 

Las razones para este aplazamiento son diversas, pero uno de los factores más importantes que lo determinaron fue la inestabilidad de la penicilina, que convertía su purificación en un proceso excesivamente difícil para las técnicas químicas disponibles. La solución del problema llegó con las investigaciones desarrolladas en Oxford por el equipo que dirigieron el patólogo australiano H. W. Florey y el químico alemán E. B. Chain, refugiado en Inglaterra, quienes, en 1939, obtuvieron una importante subvención para el estudio sistemático de las substancias antimicrobianas segregadas por los microorganismos. En 1941 se obtuvieron los primeros resultados satisfactorios con pacientes humanos. La situación de guerra determinó que se destinaran al desarrollo del producto recursos lo suficientemente importantes como para que, ya en 1944, todos los heridos graves de la batalla de Normandía pudiesen ser tratados con penicilina.

Su producción industrial, sin embargo, se realizó en los laboratorios de Estados Unidos, donde nuevas investigaciones potenciaron su efectividad y permitieron su producción a gran escala.

Gran Bretaña, hacia comienzos de la década de 1940, estaba involucrada en la guerra, y el desarrollo de la penicilina no estaba entre las prioridades nacionales. Sin embargo, los reportes británicos sobre las propiedades de la penicilina llamaron la atención de los norteamericanos. En consecuencia, la Fundación Rockefeller invitó a Harold W. Florey, un profesor de patología de la Universidad de Oxford, y a sus colegas Norman G. Heatly y Ernst B. Chain a Estados Unidos para explorar la posibilidad de producir penicilina en masa. Llegaron en julio de 1941 e inmediatamente comenzaron a sucederse numerosas reuniones entre ellos y representantes de agencias, compañías farmacéuticas y universidades. Con tanto apoyo lograron generar, en solo un año, penicilina aplicable a la clínica, y para 1945 ya la estaban produciendo en grandes cantidades. 

Esto se llevó a cabo en el Laboratorio de Investigación Regional del Norte, del Departamento de Agricultura de los Estados Unidos, en Peoria, Illinois. Fueron entonces reconocidos Harold Florey, Norman Heatly y Ernst Chain como los responsables de haber aislado la penicilina y haberla modificado para que pudiera ser absorbida por el cuerpo, lo que la hizo capaz de eliminar bacterias de heridas profundas.

Para aquel entonces, Fleming, enterado del gran avance producido en materia de penicilina, se contactó con Harold Florey y los reconoció como absolutos responsables de la creación de esta droga. Sin embargo, Florey y sus colaboradores sabían que nada de eso habría sido posible sin el primer gran paso dado por Alexander Fleming. Fleming, Florey y Chain compartieron el premio Nobel de Fisiología y Medicina en 1945 por el descubrimiento de la penicilina.


El Rey Gustav V entrega el Premio Nobel a Fleming
Pronto el auge de la penicilina se disparó y se multiplicaron sus variedades farmacéuticas. Se dice que para el desembarco de Normandía, aquel famoso día “D” que tuvo lugar en junio de 1944, durante la Segunda Guerra Mundial, cada soldado había sido provisto con una dosis del flamante antibiótico. Fleming realizó entonces giras por diversos países. En Estados Unidos quedó deslumbrado por las instalaciones de los laboratorios, pero señaló con acierto: “Si yo hubiera tenido estos laboratorios no habría descubierto la penicilina”. Probablemente la tecnología de punta de entonces y las condiciones de limpieza hubieran impedido el desarrollo del hongo salvador. También advertía los límites y peligros del desarrollo técnico cuando decía: “La máquina no debe conquistar al hombre sino éste a la tecnología



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