A mediados del siglo XVI, dos potencias se disputaban el control del Mare Nostrum: España (dueña de Sicilia, Cerdeña y Nápoles) y el Imperio Otomano (cuyos dominios se extendían desde los Balcanes hasta Egipto). Los intereses contrapuestos de Madrid y Estambul habían desembocado en una guerra continua, que se englobaba en el esfuerzo general de los estados cristianos europeos por frenar el imparable avance turco.
A su vez, los españoles encontraron en esta época a unos fuertes enemigos en los piratas, que saqueaban sin piedad decenas de ciudades cristianas. Mientras las tropas del sultán Solimán I conquistaban Hungría y llegaban incluso a asediar Viena, los estados berberiscos del norte de África (vasallos del Imperio Otomano) vivían de la piratería saqueando los puertos de España e Italia y asaltando sus barcos en alta mar. En definitiva, la situación llegó a ser tan crítica que se esperaba que, tarde o temprano, los turcos intentarían invadir Italia.
En este clima de tensión, en mayo de 1565, la armada otomana llegó a las costas de Malta e inició el asedio a la isla, defendida por los caballeros de la Orden de San Juan u Orden de Malta. El asedio fue durísimo pero este gran ataque fue finalmente detenido por los miles de soldados que envió España para socorrer a los sitiados, pues en la Península Ibérica se conocía la importancia estratégica de este territorio, que de haber caído en manos del Imperio Otomano, se hubiera convertido en el trampolín perfecto para asaltar Italia.
Sin embargo, lo que finalmente hizo entrar en cólera a los cristianos fueron las exigencias planteadas por el sultán Solimán I en 1570 cuando pidió la entrega de Chipre -contraria a los turcos- a su imperio.
La Santa Liga
Los cristianos consideraron esta petición como la gota que colmó el vaso. En previsión de un ataque a la isla, el papa Pío V solicitó a España y Venecia la creación de una alianza militar con los Estados Pontificios con el objetivo de frenar la expansión otomana en el Mediterráneo.
De esta forma, y aunque fue dificultoso por la diversidad de opiniones entre ambos países, Pío V terminó “convenciendo” a ambos imperios para frenar la expansión del Islam en Europa y en mayo de 1571, Madrid, Venecia y Roma crearon la Santa Liga (la alianza deseada por Pío V).
Esto no detuvo a los turcos que, de forma osada y sin temor a las consecuencias, iniciaron el asedio a Chipre. Ante esta afrenta, la flota de la nueva y flamante “Santa Liga” decidió iniciar los preparativos para acabar de una vez por todas con sus enemigos del este. Chipre, tras la capitulación de Famagusta, acababa de caer en manos otomanas, pero quedaba la posibilidad de derrotar a la flota turca atracada en el golfo de Lepanto, dirigida por Alí Pachá o Alí Bajá.
Para hacer frente al islam, la Santa Liga juntó una de las mayores flotas que han surcado los mares a través de la historia. A su vez, y además del número de buques, la Santa Liga tenía a su favor la tecnología, pues sus tropas contaban con multitud de arcabuceros. Estos partían con ventaja con respecto a los arqueros otomanos, ya que la pólvora tenía más alcance y causaba más daño que las flechas, las cuales solían rebotar contra las gruesas corazas cristianas. A pesar de todo, el número de combatientes no era muy desigual: en total, la Santa Liga sumaba unos 90.000 hombres, entre soldados, marineros y remeros. En cuanto a la armada del Imperio Otomano, el número de hombres era muy similar, y entre sus soldados sobresalían los temidos jenízaros (cristianos que, tras ser capturados de pequeños, se convertían al islam y eran educados para la guerra).
A primera vista, las fuerzas parecen equilibradas, pero la realidad es otra. Los hombres de don Juan de Austria suman unos 36.000 soldados de infantería, más unos 34.000 marineros y galeotes libres que son armados para que, llegado el momento y cuando ya no sea necesario que sigan remando, se sumen también al combate. Otros 20.000 hombres van como remeros forzados; de ellos, los que no son esclavos comienzan a ser desencadenados con la promesa de libertad e indulto de sus penas si demuestran su valor en la lucha. En la armada otomana los hombres de armas son menos, en torno a 20.000. Además tienen el problema de que un elevado número de sus galeotes son esclavos, en gran parte cristianos, por lo que no son muchos los que pueden liberar para que les ayuden en la batalla. Por lo tanto, la flota de la Liga Santa dispone del doble o triple de combatientes que el enemigo, lo que va a ser determinante en el resultado final.
En el siglo XVI, un combate naval no era como el que acostumbramos a ver en las películas de Hollywood. Los barcos actuaban como plataformas para el combate. Por aquellos años, la galera, el buque más utilizado, era una embarcación larga y estrecha, provista de una o dos enormes velas latinas. Sus dimensiones rondaban los 40 metros de eslora y los cinco de manga, y apenas levantaba un metro del nivel del mar. La artillería estaba formada, casi exclusivamente, por tres o cinco cañones fijos. Por lo tanto, se trataba de un barco cuya función principal consistía en servir de plataforma para la lucha cuerpo a cuerpo. Los cañones de las galeras, que se encontraban ubicados en proa y popa, no servían tanto para atacar desde cierta distancia a sus enemigos como para acabar con los soldados enemigos cuando se entablaba el combate cuerpo a cuerpo. Así, lo más usual era que una embarcación embistiera a otra, ambas dispararan entonces su artillería, y la infantería entrara entonces en la lucha.
Sin embargo, para suplir esta escasa cadencia de fuego, Venecia también aportó su granito de arena a la Santa Liga con uno de sus más novedosos proyectos. La galeaza era una auténtica fortaleza flotante. Se trataba de un invento veneciano, consistente en una galera de mayores dimensiones y, sobre todo, dotada de una artillería mucho más potente, con cañones móviles situados en las bandas. No obstante, estas naves eran difíciles de mover, por lo que muchas veces tenían que ser remolcadas.
Así, con las tropas preparadas para asestar el golpe definitivo a los turcos, tras concentrarse en Mesina la flota de la Santa Liga partió hacia Grecia a mediados de septiembre de 1571. El grupo, formado en su mayoría por buques españoles, estaba dirigido de manera general por Don Juan de Austria, el hijo natural de Carlos V, pues no en vano España sufragaba la mitad de los costes de la alianza. No obstante, cada nación aportó además un capitán para su facción. Tan sólo unos pocos días después de partir, el 7 de octubre tuvo lugar la mayor batalla naval de la historia moderna, ambas armadas se encontraron cerca del Golfo de Lepanto, al este de Grecia, dando lugar a lo que sería una de las batallas más sangrientas de la historia. Casi 200.000 hombres se enfrentaron en una lucha que mostró el poder de la artillería europea sobre la marina otomana
Al amanecer del 7 de octubre, los buques de la Liga Santa comienzan a desplegarse en la boca del golfo. Lo hacen a fuerza de remos al no tener el viento a favor, cosa que sí tienen los turcos que salen del puerto dispuestos al combate. Pero por suerte para los cristianos el viento amaina y los otomanos no pueden aprovecharlo, lo que da tiempo suficiente a los primeros para desplegarse en orden de batalla. Lo hacen en tres cuerpos formados en línea, y con una reserva en retaguardia. Los musulmanes, bajo el mando del almirante Alí Pachá, también forman en tres cuerpos, desplegados en forma de media luna. En total son 204 galeras cristianas por 205 galeras turcas. Unos cincuenta barcos más pequeños y ligeros por bando les acompañan, cumpliendo misiones de enlace y exploración. La escuadra cristiana está compuesta por un total de 90.000 almas y su enemiga, por un número similar.
Galera veneciana |
Durante la mañana, y con la extraña calma que suele preceder a la amarga batalla, ambas escuadras finalizaron su despliegue. En el bando español el centro estaba regido por "La Real", la nave de Don Juan de Austria. En el flanco izquierdo, se situaba amenazante el veneciano Agostino Barbarigo, a quién se le dieron órdenes de impedir que el enemigo les envolviera. Finalmente, el ala derecha estuvo regida por Juan Andrea Doria, genovés al servicio de España. Por último, el español Álvaro de Bazán tenía bajo su responsabilidad las galeras de la reserva, que debían socorrer un frente u otro en función de cómo se fuera desarrollando el combate. Sin embargo, lo que ninguno de los líderes sabía era que, en una de las galeras cristianas se hallaba, espada en mano, un joven literato que no superaba los 24 años: Miguel de Cervantes.
Frente a la armada de la Santa Liga se situaba desafiante la imponente flota turca. En el centro de la misma, a bordo de “La Sultana” se hallaba el terror de los cristianos: Alí Pachá. A su derecha, frente a Barbarigo, estaban ubicadas las fuerzas de Scirocco, bey de Alejandría. Finalmente, y para hacer frente a Andrea Doria, el líder turco seleccionó a Uluch Alí, bey de Argel.
Comienza la batalla
No cabía más espera. Después de que se arbolaran los crucifijos y estandartes y los sacerdotes absolvieran a los soldados por si morían en combate, los remeros comenzaron a sacar las palas. Desde “La Real”, un grito, el de don Juan de Austria, ahuyentó el miedo de los marinos:
“Hijos, a morir hemos venido, o a vencer si el cielo lo dispone”.
A las nueve de la mañana, ambas escuadras se divisan con claridad y mientras avanzan una contra otra van desplegando las banderas y los estandartes, sacan las imágenes y los crucifijos, suenan trompetas y tambores, se reza, bendice, canta, baila, grita y arenga, tratando de provocar el paroxismo y motivar al máximo a los combatientes. A los remeros se les da vino y comida para que afronten el embate con energía. Al mismo tiempo se despejan las cubiertas, se amontonan las municiones y se preparan las armas y las herramientas de abordaje. Poco a poco los cristianos consiguen situar en vanguardia a las seis galeazas, galeras más altas, grandes, muy pesadas y lentas, pero fuertemente armadas, cuya misión es hendir y romper la formación enemiga. Han pasado cinco horas desde que las dos flotas se han avistado. Poco a poco se van acercando. Las galeras navegan en paralelo sin apenas poder maniobrar; sólo marchan hacia adelante al ritmo de la boga, hacia el choque. Son las doce del mediodía y el infierno está a punto de desatarse.
A esa hora, cinco de las seis galeazas cristianas, que marchan a la vanguardia de la flota, se aproximan a los turcos. Semejantes a castillos, cuentan con 44 piezas de gran calibre cada una. Los otomanos les disparan, con escasos resultados; en cambio, los cañones de las galeazas arrasan las cubiertas de los buques próximos y envían a pique a varias galeras turcas. La armada del comandante turco, Alí Pachá, les deja atravesar sus filas para sufrir menos daños, esperando el choque con el grueso de la flota de la Liga. Una vez superada la primera línea de galeazas cristianas, comenzó la verdadera batalla. Tras esto, las galeras de ambos bandos se trabaron unas con otras, barriendo al enemigo con el fuego de sus cañones, embistiéndose con sus espolones y lanzando a sus hombres al abordaje.
La tensión crece en las dos armadas, que están sólo a unos centenares de metros. Ambas saben que han de disparar sus cañones lo más tarde posible para causar más estragos, pues luego, en el fragor del combate, será muy difícil la recarga. La mayor parte de las gruesas piezas de artillería sólo podrá disparar una vez. En esta guerra de nervios son los otomanos los que disparan primero, pero casi todos sus proyectiles van a parar al mar. Cuando ya les separan menos de cien metros, los cañones de las galeras de la Liga empiezan a vomitar su carga, barriendo las cubiertas otomanas.
A esa distancia no hace falta apuntar: se dispara a bulto, sabiendo que las balas y la metralla impactarán en los cuerpos y buques enemigos. La fuerte acometida cogió por sorpresa a los otomanos, que se vieron obligados a romper su formación y tratar de acortar lo más velozmente la distancia que les separaba de los buques cristianos. No les quedaba más remedio, pues la potencia de fuego de las galeazas podía ser mortal para sus aspiraciones de conquista.
Cuando se produce el choque, muchos de los espolones de las galeras consiguen clavarse en los costados del enemigo, rompiendo remos y cubiertas. Ahora, borda con borda, comienza otra batalla. Ya no es una batalla naval, es un abordaje en el que las infanterías se lanzan a luchar sobre una aglomeración de barcos trabados entre sí por garfios, tablones y pasarelas. El azar y los choques de las embarcaciones hacen que los hombres de una galera tengan a veces que luchar contra dos, tres y hasta cuatro navíos enemigos que la rodean. Sin embargo, lo normal es que cada barco escoja a su oponente y se enzarce en una lucha furiosa. Los soldados cristianos disparan una y otra vez sus arcabuces, a lo que los otomanos responden mayoritariamente con flechas. El objetivo de cada fuerza embarcada es conseguir abordar al contrario y combatir en su puente a golpe de espada hasta matar o echar por la borda a todos los contrincantes.
Pronto, “La Sultana” y “La Real” chocaron y se enzarzaron en un fiero combate cuerpo a cuerpo que se cobraría la vida de cientos de soldados. «Los hombres de ambas naves iniciaron una lucha sin cuartel, en la que “La Sultana” y “La Real” fueron socorridas por otras galeras, que hacían pasar a sus soldados a bordo de las dos capitanas. Ambas flotas sabían que no podían permitirse el lujo de perder sus buques de mando, pues sería algo nefasto para la moral de sus respectivas flotas.
Mientras, en el flanco izquierdo cristiano, Barbarigo vivió momento de tensión cuando las tropas de Sirocco se introdujeron en un hueco dejado por las tropas del veneciano. Este, vio en unos instantes como su nave era asediada por media docena de buques enemigos. La lucha fue tan cruenta que, finalmente, el cristiano murió cuando el disparo de un arquero turco le acertó en un ojo. A pesar de todo, y con la ayuda de varias galeras que fueron a socorrer a su líder fallecido, se logró resistir la embestida turca.
La situación no era mejor en el flanco contrario, donde Uluch Alí había conseguido atravesar la línea cristiana haciendo uso de una estratagema que alejó el ala derecha cristiana de la batalla. Por suerte, la escuadra de reserva acudió a socorrer el centro de La Santa Liga. No obstante, no llegó lo suficientemente rápido como para salvar a varias galeras cristianas cuyos ocupantes fueron pasados a cuchillo sin piedad.
En este momento de incertidumbre, un joven de 24 años, llamado Miguel de Cervantes recibió varios disparos, uno de los cuales le alcanzó en la mano izquierda, dejándosela inútil para siempre. Por suerte, el posteriormente conocido como “el manco de Lepanto” pudo seguir escribiendo durante años con su brazo derecho.
En esta situación, cuando la batalla se encontraba en el momento más decisivo, un disparo de arcabuz mató a Alí Pachá, lo que provocó el desmoronamiento de la resistencia a bordo de “La Sultana”. El estandarte musulmán fue arriado, al tiempo que los gritos de victoria en las filas cristianas iban pasando de una galera a otra.
Después de este golpe para los turcos, comenzó su retirada. Uluch Alí consiguió escapar llevando consigo una pequeña parte de sus fuerzas y el estandarte arrebatado a los caballeros de la Orden de Malta, que también participaban en la armada cristiana.
La victoria cristiana fue total. Entre 25.000 y 30.000 otomanos murieron en la batalla, frente a los 8.000 españoles, pontificios y venecianos. La batalla de Lepanto fue una matanza terrible, sin precedentes, pero sirvió para demostrar que el esfuerzo conjunto de las naciones cristianas podía frenar el avance del Imperio Otomano. Por fin, la armada del sultán había sido destruida, y con ella el mito de su invencibilidad.
Además del importantísimo valor militar, la batalla tuvo unas buenas consecuencias para España y la cristiandad. Aunque aparentemente la batalla de Lepanto no tuvo consecuencias inmediatas, su importancia fue enorme desde el punto de vista moral y propagandístico, ya que sirvió para acabar en Europa con el mito de la invencibilidad otomana.
Tras la batalla
A pesar de la gran derrota, el Imperio Otomano volvería a planta batalla tan sólo tres años más tarde, cuando consiguió conquistar Túnez a los españoles. A su vez, en 1574, Venecia firmó en secreto la paz con el sultán, rompiendo la Santa Liga y traicionando a España y al Papa. De esta forma, y aunque el pacto le ofrecía ventajas comerciales, también obligaba a esta república a pagar un tributo a Estambul y renunciar a Chipre.
La paz era humillante para Venecia, pero, al fin y al cabo, era una república de mercaderes y prefería garantizar la seguridad de sus intercambios comerciales con Oriente antes que seguir aventurándose en inciertas campañas militares. Así pues, España volvía a estar sola en su lucha contra el expansionismo otomano, lo que parecía anunciar nuevas e inevitables guerras.
Sin embargo, el conflicto entre ambos imperios sólo duró hasta 1577. Españoles y turcos empezaron a estar cada vez más interesados en poner fin a su enfrentamiento , para poder ocuparse cada uno, con mayor libertad, de sus asuntos en otros escenarios. Además, la inactividad otomana demostró ser su peor enemigo: las galeras del sultán se pudrieron en los puertos y nunca más volvieron a suponer una amenaza para la seguridad de los estados cristianos del Mediterráneo.
También en Facebook en https://www.facebook.com/elkronoscopio/posts/1899650870260723
Fuentes
No hay comentarios:
Publicar un comentario