USS Indianápolis |
‘Era como aquellos viejos cuadros de batalla que alguna vez había visto en pinturas sobre Waterloo. La idea era que cuando el tiburón se acercara los hombres empezasen a chillar y chapotear con todas sus fuerzas y a veces el tiburón se iba… pero otras veces no. Se quedaba mirándote fijamente, justo a los ojos. Con esos ojos negros, sin vida, como si fueran los de una muñeca. Se lanza a por ti y ni siquiera parece estar vivo hasta que te muerde y esos ojos negros giran hasta ponerse blancos y entonces… ah, entonces ya sólo escuchas un grito espantoso, el agua se vuelve de color rojo y a pesar del pataleo y el griterío esas bestias vuelven y te van despedazando. Luego me enteré de que esa primera noche perdimos cien hombres’
Roy Scheider y Richard Dreyfuss escuchan inquietos el recuerdo que atormenta a Quint mientras van en busca del gran tiburón blanco, y todos los espectadores de Tiburón pueden pensar que es una más de las exageraciones de una película de terror. No, lo que está narrando Robert Shaw con su imponente voz de viejo marino no es una fantasía. Es parte de la asombrosa historia de un barco que llevó la muerte soldada a su quilla hasta décadas después de hundirse en el Pacífico: El USS Indianapolis.
La misión
Charles Butler, McVay III fue un oficial de la marina carrera con un historial ejemplar cuyo padre, el almirante Charles de Butler McVay II, una vez que había mandado flota asiática de la Armada en el año 1900. Antes de tomar el mando de la Indianápolis en noviembre de 1944, el capitán McVay fue presidente del Comité Conjunto de Inteligencia de los jefes combinados de personal en Washington, unidad de inteligencia más alto de los aliados.
El capitán McVay dirigió la nave a través de la invasión de Iwo Jima, a continuación, el bombardeo de Okinawa, en la primavera de 1945, durante el cual los cañones antiaéreos Indianápolis derribaron siete aviones enemigos antes de que el barco fue golpeado por un kamikaze el 31 de marzo, han causado fuertes bajas, incluyendo 13 muertos, y penetrando en el casco del buque. McVay devolvió la nave con seguridad a Mare Island en California para reparaciones.
El 16 de Julio, el muelle en California donde se llevan a cabo los últimos trabajos de reparaciones comienza a experimentar un extraño incremento de actividad. Súbitamente agentes de paisano, policía militar y marines en orden de combate forman un cordón a su alrededor mientras abren paso a unos peculiares contenedores de plomo. Ni siquiera el capitán Charles Butler McVay III sabe de qué se trata todo aquello cuando contempla estupefacto cómo empiezan a cargar esos bultos sospechosos en su navío. Una procesión de galones de almirante y general se dirige hacia él y le ‘invitan’ a tener una reunión en sus departamentos bajo cubierta para explicarle todo aquello. Las órdenes que recibe no le aclaran gran cosa pero al menos tiene la satisfacción de que no son muy complicadas de cumplir: ha de transportar aquellas cosas a toda máquina hasta Tinian, en las Islas Marianas, donde estaba la base de los bombarderos B-29 estadounidenses.
El ánimo del capitán se va ensombreciendo cuando escucha las medidas adicionales que ha de tomar mientras dura la travesía. No se le informa de qué es lo que lleva, la tripulación no debe acercarse a la carga bajo amenaza de consejo de guerra sumarísimo y se colocará una guardia armada en los accesos a la bodega con orden de disparar a matar si perciben la más mínima posibilidad de que alguien fisgue donde no debe. En caso de ser hundido el buque antes de completar su misión, la carga tiene absoluta prioridad sobre los hombres en las labores de salvamento. “¿Pero qué demonios es lo que vamos a trasportar?” seguramente pensó McVay, al que ya han advertido que ni él ni sus hombres deben hacer más preguntas sobre la naturaleza de lo que han de dejar en las Marianas. La respuesta que hoy conocemos es escalofriantemente sencilla: La carga no es otra cosa que el Uranio 235 que formará el corazón de las dos bombas atómicas que caerán sobre Hiroshima y Nagasaki.
Cumplida la misión, El USS Indianápolis se dirigió a Guam, 100 millas al sur. Fue allí que se sentaron las semillas de la destrucción del USS Indianápolis. Las hostilidades en esta parte del Pacífico desde hace mucho tiempo habían cesado. La flota de superficie japonesa ya no existía como una amenaza, y 1.000 millas a los preparativos del Norte estaban en marcha para la invasión del territorio japonés. Estas condiciones resultaron en un estado relajado de alerta por parte de los que estaban a la ruta Indianápolis a través del Mar de Filipinas.
El 30 de julio partió hacia el Golfo de Leyte en Filipinas para unirse al USS Idaho navegando en solitario por la ruta señalada en zigzag para dificultar el ataque de los submarinos. Hacia el atardecer, el capitán Mc Vay ordenó abandonar el zigzag para ahorrar tiempo.
Pocas horas después, fue localizado por el submarino japonés I-58, comandado por el capitán Mochitsura Hashimoto.
El I-58, submarino al mando de Hashimoto |
La tragedia
Cerca de la medianoche del 30 de julio de 1945, el USS Indianápolis fue torpedeado por el submarino japonés I-58 y se hundió en el mar en sólo 12 minutos, llevándose unos 300 hombres al fondo del mar. Aproximadamente 900 de los originales 1.197 hombres a bordo quedaron flotando en la oscuridad, sin botes salvavidas, en aguas infestadas de tiburones. El barco nunca pudo dar aviso de lo ocurrido.
Comenzó entonces para ellos una de las más trágicas historias de naufragio. Durante cinco días, manteniéndose a flote en grupos separados, los hombres trataban de sobrevivir al hambre, la sed, la insolación, las heridas y, por sobre todo, al ataque de los tiburones.
El impacto del primer torpedo levanto por los aires a la tripulación del Indianápolis. Una luz brillante y la onda expansiva provocadas por el segundo torpedo terminó de espabilarles entre llamaradas al tiempo que liquidaba la flotabilidad del barco y todo su suministro eléctrico, lo cual impediría que los radiotelegrafistas enviasen el preceptivo SOS, de modo que el solitario barco comenzaría a hundirse sin que nadie en la flota tuviese conocimiento. Los hombres corrían desesperados alejándose del fuego mientras los que podían agarraban sus chalecos salvavidas. Las llamas quemaban su pelo, sus caras, sus manos, mientras salían de estampida por los pasillos inferiores y veían cómo algunos de sus amigos eran atrapados por las explosiones secundarias que vomitaban más fuego por las escotillas. No pocos iban descalzos y el calor que alcanzaba el metal les provocaba quemaduras de tercer grado en las plantas de los pies mientras buscaban desesperados unas escaleras libres de hombres en pánico por las que subir a cubierta. Entre el laberinto que es el interior de un barco de guerra no encontraban más que humo y destrucción, y sólo su entrenamiento salvó en esos primeros instantes a muchos de quienes perdían ya las ganas de soportar más sufrimiento a causa de lo que estaban viviendo. Poco a poco la mayoría iba encontrando resquicios por los que salir al exterior e intentaba ayudar a otros a escapar de aquel amasijo de hierros al rojo. Algunos les pedían que no les tocasen porque su piel se estaba derritiendo literalmente, y hubo que subirlos a la fuerza soportando sus gritos de súplica para que los dejasen morir allí. Que el ataque del submarino se produjese durante un cambio de guardia hizo posible que a esas horas de la noche la mayoría de los marineros estuviesen despiertos, o bien terminando su servicio o preparándose para iniciarlo, y eso supuso que incluso en aquel marasmo, de entre una dotación total de 1200 hombres, unos 880 quemados, heridos o asustados, lograsen abandonar el barco que ya se venía abajo irremediablemente.
El mar al que saltaban en la noche estaba cubierto de fuel-oil por la rotura del casco del Indianápolis, y los hombres nadaban frenéticamente para alejarse del poder de succión del barco mientras se iba a pique. Muchos tragaron combustible en el intento e inmediatamente aquello se convirtió en un recital de vómitos, añadiendo otro toque de caos a la escena. Los que tenían chalecos metían las manos de los que no habían tenido tiempo de ponerlas en los suyos y los arrastraban hacia una zona segura, a un kilómetro del naufragio, donde empezaban a unirse los casi 900 náufragos dispersos. Los escasos botes hinchables que habían conseguido lanzar al mar eran usados para ir acomodando a los heridos más graves y con el silencio mortal que dejó el barco al terminar de hundirse, una sensación de ligero optimismo recorrió las filas de los supervivientes: al fin y al cabo al día siguiente debían reunirse con el Idaho y al no presentarse seguro que ponían en marcha una operación de rescate que les sacase del agua en pocas horas. No sabían que el Idaho no les esperaba y que estaban en las primeras horas de unos días en los que la sed, el hambre, la desesperación y el terror serían la norma en su lucha por sobrevivir frente a la naturaleza.
Amanece y los líderes surgen cuando se les necesita, recolectando a los que aún quedan dispersos e identificando a los muertos para quitarles los chalecos si llevan. En esas primeras horas del alba la única manera de certificar la defunción es meterles los dedos en los ojos. Si no reaccionan les dejan hundirse tranquilamente mientras les quitan las chapas de identificación. Pararían de hacer esto último, pronto, cuando es tal la cantidad de chapas que les dificulta los movimientos. El petróleo que tan mal se lo había hecho pasar la noche anterior se convierte en un aliado cuando hace las veces de crema protectora al ir subiendo el abrasador Sol, pero como no hay mal que por bien no venga, y viceversa, el reflejo que produce les daña los ojos de tal manera que algunos se queman las retinas por no hacer caso a las recomendaciones de ponerse trozos de tela sobre los párpados. La jornada transcurre y no hay noticias del rescate porque nadie sabe que haya a quien rescatar.
Los problemas empiezan a amontonarse con el paso de las horas y es sólo el primero de los cinco días. Los más jóvenes desoyen a los veteranos bebiendo agua de mar que, de tan cristalina en los lugares que no está cubierta de fuel oil, les parece imposible que no sea potable, y pueda aliviar la sed que como podemos imaginar después de todo lo vivido la noche anterior debía ser insoportable. Cuando empiezan a enfermar por docenas, el resto decide que esa noche han de formar círculos metiendo las manos en los chalecos de los compañeros como habían hecho la noche del hundimiento para que en el interior puedan descansar sin dejarse ir a la deriva los heridos e intoxicados. Esto además les permitirá dormir un poco al estar enganchados entre si y vigilar que nadie más incumpla las órdenes de no beber, que será tan estricta desde ese momento que, por la seguridad de todos, aquél que enferme a causa del agua salada será dejado a su suerte. Los hombres pasan esa noche preguntándose unos a otros qué diablos pasa con el rescate, recordando a los amigos que han perdido y manteniendo todavía cierta seguridad en sí mismos y en sus posibilidades; pero las cosas lejos de mejorar están a punto de agravarse de una las peores maneras posibles a la mañana siguiente.
En las primeras horas del segundo día las primeras aletas comienzan a dar círculos alrededor de los ‘cuadros de batalla’ de los que hablaba Quint y a nadar sinuosamente bajo los pies danzantes de los marineros. Los hombres no pueden hacer otra cosa que gritar con la ingenua esperanza de asustarlos. Son ya cientos de tiburones los que acechan a los náufragos, que rezan para no ser ellos los siguientes mientras se apiñan unos contra otros intentando parecer una pieza demasiado grande para morder. Los chillidos agónicos de los ‘elegidos’ por los tiburones y el crujir de los huesos entre las mandíbulas les restallan en la cabeza mientras sus camaradas son arrastrados fuera de los círculos por un marrajo al que pronto se unen tres o cuatro para destrozarles en frenesí alimenticio. Pronto la sangre mancha tanto o más que el petróleo que queda y en un espectáculo dantesco brazos y piernas desperdiciados por los tiburones flotan mansamente hacia el lugar del que los han sacado.
La noche llega y los tiburones abandonan momentáneamente el escenario, pero como podemos esperar esto no trae la tranquilidad a nuestros muchachos. Los nervios están al límite tras dos días sin comer ni beber y la atrocidad que han tenido que contemplar. No saber si el mordisco de un bicho de más de 3 metros y 180 kilos que se mueve como una centella va clavarse en sus entrañas se une a la tercera noche en el mar, y aunque el Pacífico en esa latitud es un océano templado, también empieza a pasar factura el frío. Todo esto forma un cóctel que estalla en la oscuridad en forma de histeria colectiva y alucinaciones. La chispa salta cuando uno de los marineros empieza a chillar que un japonés le quiere matar y la emprende a golpes salvajes con su compañero. La mayoría pronto le siguen y el que no ve un japonés jura ver una isla justo enfrente a la que se dirige deshaciendo el círculo y gritando a los demás que le sigan. Otros no quieren quedarse atarás y ven la misma isla, con lo que muchos de los que ya no tienen espíritu para resistir se dejan ir en el mar negro. Las peleas continúan toda la noche entre los hombres fuera de sí y se cobran varios muertos que a la mañana siguiente flotan en el exterior de la ‘fortaleza’ acuática. Quizá fuesen esos muertos y los que se descarriaron del rebaño los que hacen que el previsto ataque de los tiburones de la mañana siguiente fuese menos intenso que el del día anterior. Parece que las bestias se conforman con los cadáveres y se ceban con los solitarios, pero los círculos de defensa siguen soportando corridas de los tiburones para llevarse al abismo a no pocos de los que aguantan en los perímetros. Al final del tercer día no quedan más de 400 hombres vivos de los 880 que se lanzaron al mar. Agotados física y moralmente, la noche vuelve a cubrirles y esta vez no habrá peleas aunque se seguirán soltando los que ya no pueden más.
La mayoría de los tripulantes del USS Indianápolis no sobrevivirían al desastre |
El rescate
El jueves 2 de agosto, el teniente Chuck Gwinn vuela a bordo de su Ventura en patrulla antisubmarina de rutina desde la isla de Palau, unas 300 millas al sur de donde se ha hundido el Indianápolis, cuando divisa una enorme mancha de aceite. Piensa que puede ser un submarino japonés dañado el que vaya soltando ese rastro y desciende hacia allá con la intención de soltar una carga de profundidad que termine el trabajo. Cuando el portón de bombas está abierto y la carga a punto de ser soltada descubre que en la mancha flota una multitud de hombres que bracean y patean para que se les vea mientras, un vez más, cientos de escualos nadan a su alrededor. “¿Pero quién es esa gente y qué hace ahí?” le comenta a su copiloto instantes antes de radiar a Palau: “Muchos hombres en el agua”. Pasarán tres horas antes de que despachen un hidroavión Catalina de reconocimiento. Adrian Marks comanda el aparato y está llegando a la zona indicada; baja hasta los cien pies para lanzar botes salvavidas y víveres cuando su propia tripulación empieza a gritarle lo que está viendo: los tiburones se están comiendo vivos a los marineros que les piden ayuda desesperadamente. Marks tampoco tiene ni la menor idea de si esos hombres son americanos, ingleses o quizás hasta japoneses, pero la aterradora escena que está presenciando le obliga a asumir el riesgo de amerizar entre toda aquella locura de petróleo, gente histérica, sangre y animales con ganas de carne humana. No es un amerizaje sencillo, pero lo consigue para descubrir atónito entre los primeros hombres que se le acercan llorando que aquellos tipos ojerosos son lo que queda de la tripulación del USS Indianápolis. Se le ocurre que lo mejor que puede hacer es no volver a despegar y hacer de su Catalina una islita en la que la mayor cantidad de supervivientes puedan refugiarse del mar infestado de tiburones. 56 hombres logran subir a los flotadores fuselaje y alas del hidroavión mientras el resto está a punto de hacerlo zozobrar al intentar unirse a ellos. Mientras tanto Marks ya ha radiado el drama y el USS Cecil Doyle, que se encuentra en las inmediaciones, da señal de recibo dirigiéndose hacia sus coordenadas como alma que lleva el diablo.
Cuando llega sólo quedan 317 hombres. Más de medio millar habían sido devorados. Lo más grave fue que el servicio secreto norteamericano captó un mensaje por radio del I-58 informando del hundimiento, pero lo consideraron falso.
Cuatro días después, el Enola Gay arrojaba la primera bomba atómica sobre una población en la historia de la humanidad (ver más), la bomba que quizá dejó maldito aquel barco al llevarla en sus bodegas.
La Corte Marcial
El 19 de agosto, el I-58 de Hashimoto recibe por radio la orden de rendirse y dirigirse al puerto de Kure para entregarse a los aliados. Hashimoto permanece en Sasebo como oficial prisionero de los estadounidenses.
El 3 de diciembre de 1945, Hashimoto es enviado como prisionero en calidad de testigo de cargo en el Consejo de Guerra contra el comandante del crucero pesado Indianapolis, Charles Butler McVay III. Hashimoto declara que el buque enemigo no venía zigzageando; pero que aunque lo hubiera hecho el resultado habría sido el mismo. Se le intentó entablar una acusación a Hashimoto como Criminal de guerra por los hechos del USS indianápolis; pero el alegó que su nación estaba en estado de guerra contra Estados Unidos; y que como tal él fue el depredador y el crucero americano, su presa. No se le realizaron cargos al respecto.
Hashimoto después de la guerra, sirvió como capitán de un buque de repatriación de soldados japoneses en territorio insular, además colaboró con el primer submarino japonés de las Fuerzas de Autodefensa del Japón, el Oyiasho.
El hundimiento no se hizo público hasta el día de la rendición del Japón, el 15 de Agosto. En las investigaciones que siguieron a la cadena de errores que había supuesto la ‘desaparición’ del Indianápolis, la marina no fue capaz de hacer acto de contrición y cargó toda la culpa en los hombros del capitán McVay, declarándole culpable de no haber navegado en zig-zag como mandan las ordenanzas y presentando así un buen blanco al I-58.
Con esta simpleza e ignorando incluso el testimonio de Hashimoto, que declaró a favor de McVay explicando que el zigzadeo no habría cambiado nada, se limpiaban todas las responsabilidades por el hundimiento y los 5 días en los que todo un crucero que había sido el orgullo de la US Navy anduvo en paradero desconocido.
McVay durante el juicio, señalando dónde se encontraba él al momento del ataque |
Tres días después de la rendición formal de Japón en la bahía de Tokio, Hashimoto fue promovido a su posición final del comandante. El 20 de noviembre, se le dio el mando del destructor Yukikaze, uno de los pocos buques de la Armada Imperial que sobrevivió a la guerra, y se asigna a tareas de repatriación, tropas que se retiran a Japón desde el extranjero. Antes de que Hashimoto pudiera comenzar sus nuevas funciones, fue llamado por el ejército de los Estados Unidos para ser un testigo de cargo en el consejo de guerra contra Indianápolis comandante capitán Charles B. McVay III , que estaba siendo juzgado por cargos de negligencia que conducen a hundimiento del barco. el 9 de diciembre de 1945 fue transportado desde Tokio a Oakland, California a bordo de un avión del Servicio de Transporte aéreo Naval . Hashimoto se aseguró que sería tratado como un oficial de la marina en lugar de un prisionero de guerra o de crímenes de guerra, pero permaneció bajo custodia durante su estancia en los Estados Unidos y no se le permitió salir de su hotel, ya que su aparición había sido noticia de primera página ese día en el New York Times y en otros periódicos. Al día siguiente de su llegada a Washington, donde se llevaban a cabo las audiencias. Durante la duración de su tiempo en los Estados Unidos, habló a través del traductor Francisco Earl Eastlake de la Oficina de Inteligencia Naval.
Hashimoto, fotografiado un día antes del ataque |
Con los juicios de Nuremberg en curso y de crímenes de guerra japoneses durante la guerra que viene a la luz, el anuncio de la aparición de Hashimoto en testimonio contra un oficial estadounidense causó una gran controversia en los medios de comunicación estadounidenses. A pesar de que se sabía que Hashimoto era inocente de cualquier crimen de guerra y fue tratado generalmente bien por sus guardias, hablaba poco Inglés y fue objeto de burlas en la prensa. El Representante de Estados Unidos Robert L. Doughton declaró públicamente:
"Es la cosa más despreciable que he oído de convocar a un oficial japonés a declarar contra uno de nuestros propios oficiales. Me ganaba la vida practicando la ley ante los tribunales de la Marina y las juntas de 25 años, y esto llega a un mínimo histórico en los tribunales, tabla o investigación del Congreso."
Hashimoto completó su trabajo final en junio de 1946, después de lo cual se convirtió en un civil, optando por retirarse de los militares. Hacia el final de su vida, se convirtió en un sacerdote sintoísta en una capilla en Kyoto. Más tarde fue entrevistado por el autor Dan Kurzman por su libro de 1990 “Viaje fatal”, en el que Kurzman declaró:
"El comandante Hashimoto fue sorprendido por los americanos. Si bien estuvo encerrado en su dormitorio durante el juicio, fue tratado más como un huésped de honor que como un oficial enemigo que había causado la muerte de tantos jóvenes norteamericanos".
Hashimoto además viajó el 7 de diciembre de 1990 a Hawaii, en conmemoración de los 50 años del ataque a Pearl Harbor para pedir perdón a los familiares y sobrevivientes del USS Indianápolis y se reunió con algunos de los supervivientes de la Indianápolis en Pearl Harbor donde afirmó (a través de un traductor): "Vine aquí para orar con usted para sus compañeros de a bordo, cuyas muertes que causé", a lo que el sobreviviente Giles McCoy simplemente respondió: "te perdono".
Más tarde, el 24 de noviembre de 1999, Hashimoto lamentó públicamente que el contralmirante McVay haya sido deshonrado por cumplir con su deber y envió una carta al John W. Warner, Presidente del Comité de la Armada del Senado intentando exonerar de culpa al comandante americano.
"Quizás es hora de que los de su pueblo se disculpen con el Capitán McVay por la humillación de su condena injusta. He oído que en su legislatura se están considerando las resoluciones para que se borre el nombre del difunto Charles Butler McVay III, el capitán del USS Indianapolis, que fue hundido el 30 de julio de 1945 por torpedos disparados desde el submarino que estaba bajo mi mando.
"Yo no entiendo por qué el Capitán McVay fue a un consejo de guerra. Yo no entiendo por qué fue declarado culpable por el cargo de arriesgar su barco, al no haber navegado en zig-zag, porque yo habría sido capaz de lanzar un ataque de torpedos con éxito contra el barco, navegase éste zigzagueante o no.
"He conocido a la mayoría de los valientes hombres que sobrevivieron al hundimiento del Indianápolis. Me gustaría unirme a ellos para instar a que sus legisladores nacionales limpien el nombre de su capitán.
"Nuestros pueblos ya se han perdonado unos a otros por esa terrible guerra y sus consecuencias. Quizás es hora de que su pueblo perdone al Capitán McVay por la humillación de su condena injusta."
Epílogo
Hashimoto pasó los últimos años de su vida como un monje sintoísta en un santuario de la prefectura de Kyoto. Escribió un libro que fue publicado en inglés en 1954 llamado “Hundido: la historia de la Flota de submarinos japoneses, 1941-1945” en el que detalla las operaciones submarinas japoneses en la guerra, incluyendo una explicación del hundimiento del Indianápolis. Falleció en Kyoto el 25 de octubre de 2000 a sus 91 años.
Desde 1945 en adelante, McVay recibió mensajes de odio cada Navidad enviados por parientes de tripulantes fallecidos en el Indianápolis. El apoyo que recibió de compañeros sobrevivientes hizo poco para aliviar sus sentimientos de inadecuación y culpa, agravados por el hecho de que su condena le convirtió legalmente en culpable de la muerte de sus compañeros. En un día gris en 1966, se puso su uniforme de la marina de guerra, recogió una figura de juguete de un marinero, se dirigió hacia el porche, se puso una pistola en la boca y apretó el gatillo para acabar con su vida y con los recuerdos que, como a Quint, seguían atormentándole. Fue la última víctima del USS Indianápolis otra víctima de una batalla que se cobró demasiadas.
USS Indianapolis Memorial |
En 2001 el Secretario de la Armada Gordon England exoneró a McVay ante la avalancha de pruebas que los años habían acumulado sobre su correcto mando. Tristemente este ‘perdón’ llegó 30 años tarde.
USS Indianapolis: Men of Courage es una próxima película estadounidense dirigida por Mario Van Peebles y escrita por Cam Cannon y Richard Rionda Del Castro. La película está protagonizada por Nicolas Cage, Tom Sizemore, Thomas Jane, Matt Lanter, Brian Presley y Cody Walker. La fotografía principal comenzó el 19 de junio de 2015, en Mobile, Alabama. La película tiene previsto su estreno el 30 de mayo de 2016.
También en Facebook en https://www.facebook.com/elkronoscopio/posts/1970940596465083
No hay comentarios:
Publicar un comentario