Cuando el general H. H. Amold presentó al presidente de los Estados Unidos el plan de una incursión aérea contra Tokio, Roosevelt la aprobó incondicionalmente: una represalia contra los japoneses contribuiría a levantar la moral no sólo de los americanos, sino también de todos los Aliados en el Pacífico, aun sabiendo de antemano que los daños materiales que se causarían al enemigo no serían probablemente importantes, dado el número limitado de aparatos que participarían en la acción. Como no existían aeródromos aliados lo bastante próximos a la capital japonesa para llevar a cabo un ataque contra la misma, la Aviación americana proyectó hacer despegar bombarderos terrestres de un portaaviones. efectuando un movimiento táctico que desconcertaría doblemente a las japoneses; en efecto, éstos no podían temer un ataque por parte de unidades aéreas chinas y tampoco imaginarían que la Marina americana se atreviera a acercarse con sus portaaviones hasta donde era posible lanzar aparatos embarcados de corto radio de acción. Se trataba de un plan ingeniosísimo; tan sólo requería la utilización de aviones adecuados y disponer de hábiles pilotos. Para llevarlo a la práctica se eligió al teniente coronel James H. Doolittle, experto piloto de bombarderos, quien seleccionó 24 tripulaciones de la 17ª División aérea de bombardeo; sus componentes fueron enviados a Eglin Field (Florida) para que se adiestraran en la difícil técnica de despegar con un gran aparato cargado de bombas en la corta cubierta de un portaaviones.
El avión más indicado para este cometido era el bimotor B.25 Mitchell. Con el fin de proporcionarle una autonomía de vuelo suficiente para el ataque y la retirada, se añadieron a la carga normal de carburante tres depósitos auxiliares, diez latas de unos 23 litros y un recipiente plegable de goma con 1600 litros de capacidad. La dotación de bombas era reducida; pero tres bombas de 225 kg y algunas otras incendiarias podían causar serios daños si se lanzaban sobre un buen objetivo. Por motivos de seguridad se sustituyó el visor Norden por otro llamado «Mark Twain», tan eficaz como el anterior y especialmente estudiado para los bombardeos a baja altura. Por último, dos falsas ametralladoras de madera de 12,7 mm se colocaron como «protección» en la cola, desprovista de armas verdaderas.
Tras atacar los diferentes objetivos, los bombarderos recorrían más de 1900 km, sobrevolando el mar de China Oriental para aterrizar en varios puntos de China, donde permanecerían para proporcionar una valiosa ayuda a los Ejércitos de Chiang Kai-Chek. Desgraciadamente, el secreto absoluto que rodeó la operación desde un principio, no permitió proporcionar detalles al generalísimo chino, quien, quizá por ello, se mostró reacio a conceder a los norteamericanos la posibilidad de utilizar bases aéreas en su territorio: y en el último momento les negó incluso la utilización del aeródromo de Chochota, porque deseaba que se aplazara la llegada de las fuerzas estadounidenses con el fin de prevenir la consiguiente ocupación japonesa de la zona.
James H. Doolittle 14-XII-1896 / 27-IX-1993
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El día 1 de abril se embarcaron en el portaaviones Hornet 16 aparatos B25, que fueron alineados en la cubierta de vuelo. Al Hornet y a su escolta se agregaron, al norte de las Midway, el portaaviones Enterprise, del vicealmirante Halsey, y la Task force (grupo táctico de combate), apoyada por cuatro cruceros y ocho destructores y seguida por dos buques cisterna, dirigiéndose todos hacia el Japón. El teniente coronel Doolittle esperaba poder llegar, para el despegue, a un punto situado a poco más de 700 km del objetivo, a fin de cerciorarse de que los aviones tendrían la suficiente autonomía de vuelo para llegar a China. Sin embargo, al ser avistado un buque ligero de vigilancia enemigo, la mañana del 18 de abril, fue preciso cambiar radicalmente los planes. Para no poner en peligro a los valiosos portaaviones, los bombarderos recibieron órdenes de despegar unas diez horas antes de lo previsto para el ataque nocturno; cuando todavía les separaban de Tokio 1300 km.
Yamamoto fue informado casi al momento y ordenó a la flota de Kondo y a la V Flota de portaviones dirigirse a la zona, además de dar indicaciones para el despeque de aviones de exploración de largo alcance. En esos momentos, del lado estadounidense, se planteaba un dilema, continuar hacia el objetivo (todavía faltaban nueve horas de navegación hasta el punto de lanzamiento) o abortar la misión. Duncan y Doolittle decidieron lanzar en ese momento los aviones.
Cuarenta minutos más tarde un avión de exploración japonés detectó a la formación de B-25 y radió un mensaje a Tokio informado de la presencia de los bombarderos que llevaban dirección Tokio. Pero la inteligencia japonesa no consideró verosímil la información y la desechó. Al acercarse a la costa Doolittle distribuyó sus aviones: nueve fueron destinados a Tokio, tres a Kanagawa, Yokohama y los últimos tres a Nagoya, Osaka y Yokosuka.
Mientras se preparaban para el despegue, el Hornet fue sorprendido por una borrasca, con vientos de 65 km por hora y con grandes olas que cubrían la proa. Se destacó a un marinero para que indicase a cada avión el comienzo de la carrera de despegue, de tal forma que ésta coincidiese con el momento en que el extremo anterior de la cubierta de vuelo se levantaba. El aparato que iba a cabeza tan sólo disponía de 140 metros, los cuales, sin embargo, fueron suficientes: poco después le alcanzaron en el aire todos los demás.
Entonces, la formación naval invirtió el rumbo y se alejó sin ser hostigada, mientras los bombarderos se dirigían hacia el Japón, donde la defensa, puesta en guardia por el buque de vigilancia, estaba apercibida para la espera de la incursión. Cuando sobre la capital nipona aparecieron los B.25, a una altura de 300 metros, sin encontrar a los aviones de caza de la defensa y escasamente hostigados por el débil tiro de la artillería antiaérea, en Tokio se estaba realizando un ejercicio de protección antiaérea. Se consiguió una sorpresa total: los aparatos americanos bombardearon depósitos de carburante, zonas industriales e instalaciones militares en Tokio, Kobe, Yokohama y Nagoya; y una bomba arrojada por el aparato del teniente McElroy alcanzó al portaaviones Ryuho que se encontraba en el dique seco de la base naval de Yokosuka. El teniente coronel Dootitile pudo afirmar en su informe: “Los daños causados han superado ampliamente las previsiones más optimistas”.
Tan sólo un aparato fue ligeramente averiado por el fuego antiaéreo y todos los demás lograron alejarse de las islas japonesas; Pero las tripulaciones sabían que no podrían alcanzar los aeródromos chinos, pues no tenían la necesaria autonomía de vuelo. Un viento fuerte de cola les ayudó a sobrevolar el mar de la China oriental, volando en la oscuridad y en medio de chubascos y de nubes; pero acabaron su vuelo con aterrizajes forzosos o lanzándose en paracaídas cuando los depósitos quedaron vacíos.
De los cincuenta hombres que se lanzaron en paracaídas sobre territorio chino sólo uno resultó muerto; los otros cuarenta y nueve fueron salvados por las gentes del lugar, lo mismo que los otros diez que realizaron aterrizajes forzosos en la costa. Pero los japoneses apresaron a ocho aviadores estadounidenses, tres de los cuales fueron fusilados bajo acusación de haber bombardeado deliberadamente a la población civil. Prescindiendo de los relativos daños materiales producidos por el bombardeo, la incursión consiguió otros resultados: volvió a levantar la moral de los Aliados y provocó un trauma psicológico en los japoneses. Los norteamericanos perdieron 16 bombarderos y China perdió, en consecuencia, la provincia de Che Chiang, que los japoneses se apresuraron a ocupar para impedir que el enemigo se sirviese en el futuro de sus aeródromos. Pero esta operación acabó beneficiando grandemente a los Aliados, pues se enviaron a China nuevos contingentes de tropas japonesas y en el Japón permanecieron cuatro divisiones aéreas de caza, en 1942-43, cuando su empleo era mucho más necesario en otras partes.
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