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viernes, 4 de septiembre de 2015

La caída del Imperio Romano de Occidente

Los grandes hechos y procesos históricos nunca tienen una sola causa. Este es el caso de la caída del Imperio Romano cuya decadencia comienza en el siglo III y culmina con la invasión de Roma por los germanos en el año 476.


La Crisis del Siglo III

Roma a partir del siglo III comenzó a perder su tradicional autoridad como centro del Imperio y las provincias adquirieron cada vez mayor autonomía. El Imperio era muy grande y difícil de controlar. Cada uno de los ejércitos regionales trataba de imponer a sus generales como emperadores provocando conflictos internos y aumentando la debilidad de Roma.

Frente a la inseguridad provocada por la crisis, las actividades comerciales y artesanales comenzaron a detenerse. Muchas ciudades romanas, que vivían de la recaudación de impuestos al comercio, comenzaron a despoblarse. Roma ya no conquistaba más, estaba a la defensiva y al no haber nuevas conquistas se perdió una de las principales fuentes de las riquezas imperiales. Los esclavos se tornaron escasos y por lo tanto más caros.

Ante la crisis, muchos propietarios rurales liberaron a sus esclavos. A estos ex esclavos se los llamó colonos y fueron la base de este sistema que consistía en la entrega de una porción de tierra, elementos de labranza y una parte de la cosecha para el mantenimiento del trabajador y su familia. A cambio el colono debía pagar fuertes tributos al dueño de la tierra. Dentro de la propiedad había también artesanos que producían lo necesario para la comunidad. Esto llevó a que las grandes propiedades se autoabastecieran y se apartaran de los circuitos comerciales. Allí el propietario se fue convirtiendo en un soberano que gobernaba su región y a sus colonos. Este sistema perjudicó seriamente al Imperio.


La Tetrarquía y La división del Imperio

Roma se hallaba sumida en el caos y su final parecía inminente. Sin embargo, un oscuro general de origen humilde, Diocleciano, consiguió tomar de nuevo las riendas del poder con mano firme, y el año 285 inauguró una era de reformas que asegurarían la supervivencia del Imperio durante casi dos siglos más en Occidente y mil años en Oriente.

Diocleciano se percató de que un solo emperador no era suficiente para atender todas las necesidades del Impero y decidió dividir sus dominios en dos, colocando la línea divisoria en la península balcánica. Fundó así la famosa tetrarquía: cada parte del imperio (la oriental y la occidental) sería gobernada por un emperador, con el título de augusto, que a su vez tendría como subordinado a una especie de vice-emperador, llamado César, que atendería a la seguridad de las fronteras. A este sistema se lo llamó "tetrarquía": gobierno de cuatro.


La tetrarquía no solucionó los problemas y siguieron las luchas internas hasta que en el 324 Constantino se proclamó emperador único. El nuevo gobernante fundó en Bizancio (actual Turquía) la nueva capital del Imperio Romano. Inauguró una política de tolerancia con el cristianismo adoptando él mismo esta religión, lo que dio un gran impulso a su difusión.

Con ciertas modificaciones, las reformas de Diocleciano fueron mantenidas y continuadas por Constantino. Pero el reinado de este emperador merece una atención particular por dos hechos fundamentales:
  1. El año 313 d.C. Constantino declaró la libertad de cultos en todo el Imperio, y el Cristianismo, tantas veces perseguido, inició entonces el largo camino que le convertiría en la religión oficial de Roma.
  2. Además, este emperador fundó la nueva ciudad de Constantinopla, a la que convirtió en capital imperial. De este modo, mil años después de su fundación, Roma quedaba reducida a una ciudad secundaria dentro del Imperio que ella misma había creado.
Constantino
Durante todo el siglo IV, las profundas reformas de Diocleciano permitieron administrar, con muchas dificultades, un imperio acosado por los bárbaros y debilitado por el empobrecimiento de sus provincias. Los escasos recursos del Estado no daban abasto para sofocar todos los intentos de invasión de unos pueblos atrasados que deseaban alcanzar el Imperio no ya para destruirlo, sino para disfrutar de sus ventajas.

Finalmente, el año 378 subió al trono el hispano Teodosio I, llamado el Grande.

El emperador Teodosio, al morir en el 395 d.C., dejó como herencia el Imperio a sus dos hijos. A Honorio le cedió el Occidente y a Arcadio, el Oriente. Esta división terminó de debilitar al Imperio, sobre todo en la parte occidental. Burgundios, Alanos, Suevos y Vándalos campaban a sus anchas por el Imperio y llegaron hasta Hispania y el Norte de África.

Los dominios occidentales de Roma quedaron reducidos a Italia y una estrecha franja al sur de la Galia. Los sucesores de Honorio fueron monarcas títeres, niños manejados a su antojo por los fuertes generales bárbaros, los únicos capaces de controlar a las tropas, formadas ya mayoritariamente por extranjeros.

El año 402, los godos invadieron Italia, y obligaron a los emperadores a trasladarse a Rávena, rodeada de pantanos y más segura que Roma y Milán. Mientras el emperador permanecía, impotente, recluido en esta ciudad portuaria del norte, contemplando cómo su imperio se desmoronaba, los godos saqueaban y quemaban las ciudades de Italia a su antojo.


La caída de Roma
En el 410 las tropas del visigodo Alarico saquearon Roma, causando una conmoción general en todo el Imperio. Durante tres días terribles los bárbaros saquearon la ciudad, profanaron sus iglesias, asaltaron sus edificios y robaron sus tesoros. Con el asalto a la antigua capital se perdía también cualquier esperanza de resucitar el Imperio, que ahora se revelaba abocado inevitablemente a su destrucción.

Los cristianos, que habían llegado a identificarse con el Imperio que tanto los había perseguido en el pasado, vieron en su caída una señal cierta del fin del mundo, y muchos comenzaron a vender sus posesiones y abandonar sus tareas.

San Agustín, obispo de Hipona, obligado a salir al paso de estos sombríos presagios, escribió entonces La Ciudad de Dios para explicar a los cristianos que, aunque la caída de Roma era sin duda un suceso desgraciado, sólo significaba la pérdida de la Ciudad de los Hombres. La Ciudad de Dios, identificada con su Iglesia, sobreviviría para mostrar, también a los bárbaros, las enseñanzas de Cristo.

Pero la ilustre historia del Imperio romano de Occidente vivió su último capítulo en el año 476 en Ravena, ciudad que desde hacía unas décadas era la capital del mismo Imperio. El general bárbaro Odoacro se hizo con el gobierno de Italia, tras destituir y desterrar a Rómulo Augusto, el último emperador, un joven de trece años que se ganó enseguida el apodo de «Augústulo», el pequeño Augusto. Su pomposo nombre hacía referencia a Rómulo, el fundador de Roma, y a Augusto, el fundador del Imperio. Y sin embargo, nada había en el joven emperador que recordara a estos grandes hombres. Rómulo Augústulo fue un personaje insignificante, que aparece mencionado en todos los libros de Historia gracias al dudoso honor de ser el último emperador del Imperio Romano de Occidente. En efecto, sólo un año después de su acceso al trono fue depuesto por el general bárbaro Odoacro, que declaró vacante el trono de los antiguos césares.

El imperio hacia el año 476 dC
Así, casi sin hacer ruido, cayó el Imperio Romano de Occidente, devorado por los bárbaros. El de Oriente sobreviviría durante mil años más, hasta que los turcos, el año 1453, derrocaron al último emperador bizantino. Con él terminaba el bimilenario dominio de los descendientes de Rómulo.

Con la caída del Imperio Romano de Occidente en el 476 se inicia la Edad Media, que termina con la caída del Imperio Romano de Oriente en 1453.


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Fuentes
http://www.elhistoriador.com.ar/
http://www.historia-roma.com/
http://www.nationalgeographic.com.es/
Grandes Civilizaciones del pasado: Roma Antigua (Anna Maria Liberati y Fabio Bourbon – Ed. Folio, 2005)

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