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jueves, 18 de junio de 2015

18 de junio de 1815 - El futuro de Europa se decide en la batalla de Waterloo

El domingo 18 de junio de 1815 llovió intensamente. El suelo se embarró de tal forma que apenas se podía maniobrar. Los soldados se trababan en combates cuerpo a cuerpo, a bayonetazos. Los cadáveres, despedazados por el fuego de artillería, salpicaban el escenario. Las tropas aliadas, un contingente heterodoxo formado por holandeses, belgas renuentes a formar parte del yugo imperial napoleónico, británicos y alemanes, estaban dirigidas por Arthur Wellesley, el duque de Wellington, y por el septuagenario príncipe Gebhard Leberech von Blücher, un duro general. Del otro lado, estaba el feroz ejército de Napoleón. Ambos cuadros se habían masacrado durante dos días en las accidentadas inmediaciones de Bruselas.

Napoleón encargó la dirección y planificación de la contienda al mariscal Ney, "el más valiente entre los valientes", un soldado aguerrido pero impetuoso, cuya precipitación acabó condenando a su Ejército. Además, el emperador vitalicio (ostentaba el rango como concesión de sus antiguos enemigos) cometió el peor error posible en un militar experimentado: subestimó al rival. Napoleón creyó en todo momento poder separar al Ejército británico del prusiano, machacarlos por separado, y plantarse en apenas una jornada en el palacio real de Bruselas. La realidad, sin embargo, fue que su milagroso regreso del exilio mantuvo al mundo en vilo durante aproximadamente cien días.

Hace doscientos años, el 18 de junio de 1815, se dirimió en la batalla de Waterloo el futuro de Europa. Durante casi 12 horas Napoleón intentó doblegar sin éxito, a la coalición internacional que lideró el duque de Wellington. En ella se jugó el destino del continente, que en aquel momento pendía de un hilo. Todo se fiaba a quien resultara vencedor de la lucha que enfrentaba a Napoleón con las potencias de la denominada VII Coalición, integrada por Gran Bretaña, Prusia, Austria y Rusia y que había sido organizada a toda prisa, al tenerse noticia de que el emperador de los franceses se había hecho de nuevo con el poder en Francia, después haber escapado el 26 de febrero de su confinamiento en la isla de Elba.

La nueva coalición antinapoleónica era la respuesta que daban las potencias europeas a las proclamas de paz lanzadas por Bonaparte. El rechazo lo obligó a actuar sin pérdida de tiempo. Napoleón era consciente de que podía vencer a las fuerzas de la coalición si lograba enfrentarse a ellas por separado, pero la victoria le resultaría imposible de alcanzar si tenía que pelear con todos a la vez. La rapidez de movimientos del ejército francés hizo que en los campos de Waterloo únicamente intervinieran tropas británicas y prusianas. Ni los austríacos ni los rusos, los otros integrantes de la coalición, llegaron a tiempo al campo de batalla.

En muy pocas jornadas Napoleón pudo llevar a sus tropas hasta la frontera belga gracias a que había logrado ilusionar de nuevo a muchos compatriotas. Por toda Francia se había extendido durante las semanas anteriores la gran noticia: el emperador ha vuelto. Había avanzado hacia el norte desde el Midi, donde había desembarcado, en olor de multitud y cuando entró en París, del que Luis XVIII había huido a toda prisa, los parisinos le tributaron un recibimiento grandioso. Su carisma y el entusiasmo que despertó en los veteranos que habían luchado a sus órdenes en anteriores campañas, le permitieron tener dispuesto, en un tiempo muy corto, un ejército numeroso. Resucitaban antiguas unidades, entre ellas la Vieja Guardia, una infantería de élite que siempre había constituido la más aguerrida del ejército napoleónico. También se incorporaron a su nuevo ejército algunos de los mejores generales que habían luchado anteriormente a sus órdenes, aunque también las ausencias eran notables. Junto a él estaban mariscales como Ney, Grouchy o Mortier, y generales como Kellermann, Milhaud o Derlon.


Entre los integrantes de la VII Coalición, que se encontraban en Viena reorganizando el mapa de Europa y tratando de restaurar el orden alterado por la revolución que había estallado en Francia un cuarto de siglo antes, también se tomaron decisiones con mucha rapidez, pese al desconcierto inicial que había provocado la noticia del retorno de Napoleón a Francia. Tanto las tropas británicas, mandadas por Sir Arthur Wellesley, duque de Wellington como las prusianas a las órdenes del anciano mariscal Gebhard Leberecht Blücher, habían acudido al sur de Bélgica para oponerse al avance francés. La guerra estaba planteada y Napoleón partía de la idea de que la pieza clave de la coalición eran los británicos. En consecuencia, resultaba imprescindible vencerlos. Si lograba la victoria sobre las tropas mandadas por Wellington, el resto de los ejércitos de la coalición no supondría un problema serio.

En Bélgica Wellington contaría con el apoyo del ejército prusiano que se había movido con rapidez. Por lo tanto, la estrategia de Napoleón pasaba por separarlos. Para ello su ataque trataría de obligarles a replegarse en direcciones opuestas que estarían marcadas por sus bases de aprovisionamiento. Los planes de Bonaparte preveían que los británicos lo hicieran hacia Bruselas y los prusianos en dirección Lieja. Ese ataque inicial con el propósito de dividirlos era algo que los enemigos de Napoleón no esperaban porque suponía un suicidio, dada la diferencia de hombres y medios con que contaban ambos bandos.

Las tropas mandadas por Napoleón sumaban, aunque las cifras difieren ligeramente de unas fuentes a otras, en torno a los 124.000 hombres y disponían de unas 350 piezas de artillería. Los británicos de Wellington más sus aliados holandeses se acercaban a los 100.000 y los prusianos de Blücher eran 117.000; el número cañones que sumaban las artillerías británica y prusiana superaba las quinientas bocas de fuego. Ese considerable desequilibrio de fuerzas hacía que los aliados no esperasen que Napoleón tomara la iniciativa, pero fue lo que hizo, utilizando en su favor el factor sorpresa. Había planificado dos acciones simultáneas para atacar a británicos y a los prusianos por separado.

Los primeros contactos entre unidades de ambos ejércitos se produjeron el 15 de junio, pero los verdaderos combates, preliminares a lo que sería la batalla de Waterloo, se libraron el día 16. Una de las alas del ejército francés, bajo el mando del propio Napoleón se enfrentó a los prusianos de Blücher en la zona de Ligny. La otra, mandada por el mariscal Ney, se enfrentaría en Quatre Bas a las tropas del duque de Wellington. El objetivo era abrir la distancia que había entre ellos para poder batirlos por separado. Primero a las tropas de Blücher y después a las de Wellington. La misión inicial de Ney era contener a los británicos, mientras que Napoleón combatía con los prusianos.

La separación de los ejércitos de la coalición se produjo, tal y como Bonaparte había previsto. Sin embargo, no fue posible la derrota total de los prusianos. Las tropas de Blücher sufrieron un serio revés, pero no fueron aniquiladas como pretendía Napoleón para poder enfrentarse al duque de Wellington con las espaldas cubiertas, dado que ni austríacos ni rusos, los otros integrantes de la alianza, suponían una amenaza en aquellos momentos por encontrarse a muchas jornadas del campo de batalla. La causa que había impedido una completa derrota de los prusianos estaba en que el cuerpo de ejército que, al mando del general DErlon, había de llegar al campo de batalla de Ligny con tiempo para rematar la victoria francesa, se retrasó demasiado, lo que permitió a los prusianos replegarse. Al parecer, Derlón había recibido órdenes contradictorias de Napoleón y de Ney. Este último, hombre muy vehemente, una vez que había obligado a los británicos a replegarse, quiso saborear el éxito y lanzó innecesarias cargas de caballería al mando de Derlón. Esa circunstancia fue la que impidió colaborar con el emperador y convertir la acción de Ligny en un desastre total para el ejército de Blücher.


Los prusianos habían sido derrotados, se habían visto obligados a replegarse en dirección opuesta a las líneas de retirada seguidas por los británicos, pero no habían sido aplastados y conservaron buena parte de su capacidad de lucha. A ello se añadió otro factor que, a la postre, será decisivo. La retirada de las tropas de Blücher no se produjo hacia Lieja como había previsto Napoleón, sino que lo hizo hacia Wavre, aprovechando la oscuridad de la noche.

Tras los preliminares de Ligny y Quatre Bas, El principal objetivo de Napoleón de separar a británicos y prusianos se había conseguido. En esa situación, Napoleón empleará el día 17 en preparar el ataque a Wellington. Algún historiador militar han considerado que ese fue su mayor error: dejar pasar veinticuatro horas antes de cargar contra Wellington. Es lo que sostuvo Archibald F. Becke en su ya clásica obra, Napoleón y Waterloo, donde considera que la inactividad de Napoleón en las doce horas que van de las 9 de la tarde del día 16 a las 9 de la mañana del 17 le hicieron perder la batalla.

El 17 de junio de 1815 fue un día gris y lluvioso. Napoleón confiaba en que la batalla que estaba a punto de librarse iba a depararle una gran victoria. Por la tarde de aquella víspera de la batalla arreció la lluvia y sobre los campos de Waterloo descargó una fuerte tormenta que dejó empapado el terreno.

Cuando amaneció el día 18 había dejado de llover, pero los efectos del agua caída, en algunos momentos de forma torrencial, eran patentes: el campo de batalla estaba embarrado. La caballería tendría muchas dificultades para maniobrar y la artillería sería mucho menos eficaz con el suelo embarrado; si en el curso de la batalla era necesario cambiar el emplazamiento de los pasados cañones, resultaría prácticamente imposible.

Napoleón, consciente de no haber aniquilado a los prusianos y, a pesar de que no se les veía por ninguna parte, encargó al mariscal Grouchy la misión de bloquear cualquier intento por parte de los prusianos de participar en la batalla. Si Blücher se acercaba a Waterloo toda la ventaja conseguida el día anterior se habría esfumado. Pese a que perder tiempo podía ser peligroso, Bonaparte decidió retrasar el ataque unas horas buscando poder hacerlo en un terreno menos blando.

La batalla se inició a las 11;30 con un amago de ataque inicial sobre el ala derecha del enemigo, pero donde se descargaría el ataque principal sería sobre el centro de las tropas de Wellington. Para tomar esa decisión Napoleón no escuchó los consejos de sus generales que habían peleado en España contra Wellington, señalando la habilidad con que el británico se movía a la defensiva y la enorme potencia de fuego que podía desplegar su infantería.

El ataque de la infantería francesa se inició, tras una fuerte preparación artillera que tuvo más impacto psicológico que efectivo, dado que los cañones franceses disparaban a ciegas, al no ver los objetivos. Las tropas británicas, habían adoptado sus típicas formaciones defensivas -los llamados cuadros wellingtonianos-, que habían empleado en España siempre con éxito. Se habían encuadrado en tres formaciones. Sus alas izquierda y derecha se resguardaban en sendas granjas, las de Hougoumont y la de La Haye, mientras que el centro aprovechaba las ondulaciones del terreno para protegerse. En un primer momento el ataque frontal causó un considerable impacto en las filas británicas. Pero el daño, al igual que el de la artillería, era mucho más psicológico que real. Estaba provocado por el rugido de los cañones y las acciones de la caballería francesa, integrada por batallones de coraceros mandados por Ney, que entraban entre los cuadros de la infantería de Wellington. Lo que en realidad estaba ocurriendo en la primera línea de combate, era que los franceses no lograban romper las filas enemigas y su empuje decrecía poco a poco, tampoco las cargas de la caballería lograban abrir brecha. Conforme avanzaba la jornada la infantería británica superó el mal momento inicial.


Hacia las 13;30 el alto mando francés recibió las primeras noticias de que el ejército prusiano, a las órdenes del mariscal Gneisenau -Blücher estaba indispuesto-, avanzaba desde Wavre y atacaba a los franceses por su flanco derecho. Grouchy se había mostrado incapaz de cerrarles el paso, al parecer de nuevo por un error en las órdenes recibidas. La presencia de los prusianos en el campo de batalla cambiaba curso de los acontecimientos. Napoleón, que estaba instalado en una posada situada a unas pocas millas al sur de Bruselas, la Belle Alliance, ordenó entrar en combate a la Vieja Guardia, que constituían la parte principal de sus reservas. Una parte se dirigió hacia el ala derecha para hacer frente a los prusianos. Los viejos granaderos de la Guardia Imperial logran, en un primer momento, desalojarlos de sus posiciones y hacerse con la localidad de Plancenoit, pero la aplastante superioridad numérica de los prusianos no les permite mantener la posición y se ven obligados a replegarse. Las otras tropas de esa infantería de élite, que habían atacado el centro de las defensas de Wellington, tampoco consiguieron su objetivo y fueron diezmadas por las reservas británicas que también habían sido lanzadas al combate.

El repliegue de aquellos veteranos con fama de invencibles al haber intervenido con éxito en numerosas campañas, hizo que cundiera el desconcierto entre las filas de las tropas napoleónicas. La situación del combate se había invertido. Ahora eran los enemigos de Napoleón quienes tomaban la iniciativa, al tiempo que las filas francesas se descomponían. Napoleón sin recursos que oponer para hacer frente a la contraofensiva de Wellington, apoyada ahora por los prusianos, se vio obligado a abandonar precipitadamente la Belle Alliance.

Waterloo se había convertido en muy poco rato en un desastre para los nuevos sueños de Bonaparte.

Las consecuencias de la derrota de Napoleón se extendieron por toda Europa. El declive del general puso fin a las aspiraciones independentistas de los polacos, cuyas tierras pertenecían al imperio ruso. Entre sus más insignes miembros, se encontraba el conde Jan Potocki. Viajero infatigable, matemático, soldado, Potocki debe su fama universal a Manuscrito encontrado en Zaragoza (1804-1805), novela gótica que nace de sus experiencias bélicas napoleónicas. Al descubrir que el mundo que soñó se desintegraba, enfermo de neurastenia, se disparó en diciembre de 1815 un tiro en su biblioteca. La bala la fabricó limando una cucharilla de plata.

Otro gran personaje, de carrera literaria incidental, luchó también del bando aliado, bajo las órdenes de Blücher: Carl von Clausewitz lideró las tropas prusianas que fueron aplastadas en Ligny, una de las escaramuzas pre-Waterloo. Vivió para contarlo y para escribir unas reflexiones bélicas que, tras su muerte, avenida por cólera en 1831, se recogerían en el impresionante tratado De la guerra (1832). Ahí estampó su tesis, avalada por su experiencia contra Napoleón, de que la guerra es una extensión de la política.

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